“Siempre habrá
fuerzas que no quieren la paz”, dice la Premio Nobel guatemalteca, “pero vamos
a demostrar que lo que conviene para todos es la paz estable”.
Tu conquista es segura donde el horizonte
definitivo/
Se hace gota de sangre, gota de vida/
Allí donde tus hombros sostendrán el universo, /
Y sobre el universo tu esperanza.
Miguel Ángel Asturias
Rigoberta Menchú
Tum estuvo de visita en Bucaramanga el pasado 22 de octubre con la excusa de
asistir a la Feria del Libro de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB) y
hablar de su obra, aunque en realidad lo que hizo fue contagiar a cientos, a
miles de colombianos del optimismo desbordante que la caracteriza.
Coloridamente
ataviada como es la tradición entre su pueblo Quiché, Menchú hasta explicó el
funcionamiento del Calendario Maya y enfatizó que el mundo no se va a acabar en
diciembre. Al caer la tarde accedió a esta entrevista en la que compartió
detalles de cómo fue posible que su país el 29 de diciembre de 1996 -con la
firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera entre el Gobierno y la Unidad
Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG)-, le pusiera fin a una guerra que
durante 34 años desangró a ese territorio centroamericano.
Pese a los
títulos y reconocimientos que ha recibido en todas las latitudes del planeta,
Menchú Tum (San Miguel de Uspantán, 1959) es una mujer sonriente y sencilla,
que encarna la sabiduría de sus ancianos y que se siente orgullosa de lo que
es.
Ella vivió en
carne propia los horrores del conflicto. Vio caer a su padre Vicente
carbonizado en la retoma de la Embajada de España en Ciudad de Guatemala; su
madre Juana fue desaparecida, como su hermano Petrocinio, y su otro hermano
Víctor, asesinado por el Ejército de su país. Y, sin embargo, no está poseída
por la sed de venganza.
Su vida está
condensada en las 271 páginas del libro “Me llamo Rigoberta Menchú y así me
nació la conciencia”, escrito por Elizabeth Burgos y publicado por Siglo
Veintiuno Editores.
“Sus palabras no
son meramente de denuncia y de protesta. Son ante todo una enérgica afirmación
de una manera de ser, de un derecho a ser lo que se es: una cultura específica,
una comprensión del universo, una interacción con la naturaleza. La historia de
Rigoberta hace eco a la historia de todas las comunidades indígenas de América
Latina que han decidido arrebatarle la palabra al opresor”, dice la etnóloga
Burgos.
Rigoberta fue
sirvienta en la capital sin siquiera haber cumplido los trece años de edad.
“Cuando salimos de la finca, el terrateniente iba vigilado con toda la gente
detrás. Incluso tenían armas. ¡Yo tenía un miedo! Pero a la vez decía, tengo
que ser valiente. No me van a poder hacer nada. Y mi papá decía: ‘No sé, hija,
si te va a pasar algo; tú eres una mujer madura’. Entonces llegamos a la
capital. Me recuerdo que llevaba mi ropa bien viejita porque era trabajadora de
la finca y llevaba mi corte bien sucio; bien viejo, mi huipil (blusa bordada).
Tenía un perrajito (manto hecho de algodón) y era el único que llevaba. No
tenía zapatos. No conocía ni cómo es probar un par de zapatos. La señora del
señor estaba en la casa. Había otra sirvienta que era para la comida y yo
tendría que tener el trabajo de limpiar la casa. La sirvienta era también
indígena pero había cambiado su traje. Tenía ya ropa ladina y hablaba ya el
castellano y yo no sabía nada. Llegué y no sabía qué decir”.
Su estancia entre
cultivos de maíz, café, fríjol, papas y legumbres la marcó para siempre. “Mi
padre luchó veintidós años defendiendo, librando su heroica lucha en contra de
los terratenientes que querían despojarnos de la tierra, a nosotros y a los
vecinos. Cuando nuestra pequeña tierra ya daba cosecha después de muchos años y
que el pueblo tenía ya grandes cultivos, aparecieron dos terratenientes: los
Brol. Dicen allá, que fueron más famosos por lo criminal de lo que fueron los
Martínez y los García. Los Martínez y los García tenían una finca en común
antes de la llegada de ellos. Los Brol eran una gran familia, una pila de
hermanos. De modo que eran como cinco hermanos que estaban radicados en una
finca que hicieron con su poder, a través de su capacidad de despojar a los
indígenas de la zona… Así fue cuando mi papá se dispuso y dijo: ‘Si me matan,
tan sólo por defender esa tierra que nos corresponde, pues que me tengan que
matar’”.
Su cosmovisión y
su fe pueden provocar urticaria, pero Rigoberta no se anda con medias tintas.
“Para nosotros la Biblia es un arma principal que nos ha enseñado a caminar
mucho. Y, quizá, para todos los que se llaman cristianos, pero los cristianos
de teoría no entienden por qué nosotros le damos otro sentido, precisamente
porque no han vivido nuestra realidad. En segundo lugar, porque quizá no saben
analizar. Yo les aseguro que cualquier gente de mi comunidad, analfabeta, que
le mandaran analizar un párrafo de la Biblia, aunque sólo lo lean o lo
traduzcan en su lengua, sabrá sacar grandes conclusiones porque no le costará
entender lo que es la realidad y lo que es la distinción entre el paraíso
afuera, arriba o en el cielo, y la realidad que está viviendo el pueblo.
Precisamente nosotros hacemos esto, porque nos sentimos cristianos y el deber
de un cristiano es pensar cómo hacer que exista el reino de Dios en la tierra,
con nuestros hermanos. Sólo existirá el reino cuando todos tengamos qué comer.
Cuando nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros papás no se tengan que morir
de hambre y de desnutrición (como murió Nicolás, su hermanito de dos años de
edad). Eso sería la gloria, un reino para nosotros porque nunca lo hemos
tenido. Es exactamente diferente a lo que piensa un cura. Pero tampoco es
general, pues, porque hay muchos curas que llegaron a nuestra región que eran
anticomunistas y sin embargo comprendieron que el pueblo no era comunista sino
que era desnutrido, vieron que el pueblo no era comunista sino que era
discriminado por el sistema”.
La pesadilla de
la guerra aletea de cuando en vez por su mente y aparece, por ejemplo, el
recuerdo del uniformado que cayó en una trampa tendida por aldeanos hastiados
de los atropellos del Ejército. “El soldado lloró y dijo: ‘Yo no tengo la
culpa. A mí me mandan. Antes de venir aquí nos obligaron. Y si no cumplimos, nos
matan. Nosotros obedecemos a un capitán y por medio de ese capitán, nosotros
actuamos. Y, si yo me voy del ejército, de todos modos soy enemigo del pueblo y
si dejo las armas, soy enemigo del ejército. Entonces, si no me matan por un
lado, me matan por otro. Yo no sé qué hacer’. Entonces le dijimos que desde
ahora, si para él era difícil, que tratara de esconderse o de buscarse qué
hacer pero no fuera un criminal como el ejército. Y él nos explicó muchas cosas
de las torturas que le daban en el cuartel. Y él decía: ‘Desde el primer día me
dijeron que mis padres eran tontos -y como él era indígena, también-. Mis
padres son unos tontos porque no saben hablar, que a mí me iban a enseñar a
hablar como debían de hablar las personas. Entonces, me empezaron a enseñar el
castellano y me dieron un par de zapatos que a mí me costó usar, pero sin
embargo, los tenía que usar a puros
golpes. Me pegaban para que yo me acostumbrara. Después me decían que yo tenía
que matar a los comunistas de Cuba, de Rusia. Tenía que matarlos a todos y así
es cuando me dan un arma’. Nosotros le preguntábamos: ¿Y a quién matas con esta
arma? ¿Por qué nos estás buscando a nosotros? ¿Es que te dicen que si tu padre
o tu madre están en contra de ti, también esta arma sirve para matarlos? ‘Yo uso
el arma como me mandan hacerlo. Todo esto no es porque tenga la culpa. A mí me
agarraron en el pueblo’. Lloraba y a uno hasta le daba ternura como humano que
es uno. En ese tiempo yo ya entendía muy bien la situación, yo sabía que los
culpables no eran los soldados. Son los regímenes que obligan también a nuestro
pueblo a ser soldados”.
Las huellas de
la represión son imborrables. “Fue en el 78, cuando entra Lucas García con
tantas ganas de matar y que empieza a reprimir la zona del Quiché como que si fuera
un trapo en la mano. Puso bases militares en muchos lugares de las aldeas y
empiezan las violaciones, las torturas, los secuestros. Empiezan las masacres.
Eso lo sufrieron las aldeas de Chajul, Cotzal, Nebaj. Otra vez la represión
encima de ellos. Más que todo a los indígenas. Todos los días aparecían varios
cementerios clandestinos, como ellos los llaman, en diferentes lugares del
país. O sea, secuestran a la gente de una población, la torturan y luego
aparecen unos treinta cadáveres en un mismo lugar. En un barranco, por ejemplo.
De modo que llaman a toda la gente que vayan a buscar su familia allí. Entonces
la gente no se anima a ir a ver los cadáveres porque saben que si llegan allí,
también serán secuestrados. Entonces se quedaban los cadáveres y los metían ahí
todos y era un cementerio clandestino”.
La imagen de su
hermano Petrocinio (16 años) acompaña a Rigoberta, especialmente de aquel día
en que junto a otras veinte personas fue asesinado delante de su familia. Le
habían arrancado las uñas y cortado partes de las plantas de los pies. “El
oficial mandó a la tropa llevar a los castigados desnudos, hinchados. Los
llevaron arrastrados y no podían caminar ya… Los concentraron en un lugar donde
todo el mundo tuviera acceso a verlos. Los pusieron en filas. El oficial llamó
a los kaibiles y éstos se encargaron de echarles gasolina a cada uno de los
torturados. Y decía el capitán, éste no es el último de los castigos, hay más,
hay una pena que pasar todavía… Y el ejército se encargó de prenderles fuego a
cada uno de ellos. Muchos pedían auxilio. Parecían que estaba medio muertos
cuando estaban allí colocados, pero cuando empezaron a arder los cuerpos,
empezaron a pedir auxilio… Todos se retiraron con las armas en la mano y
gritando consignas como que si hubiera habido una fiesta. Estaban felices.
Echaban grandes carcajadas y decían: ¡Viva la patria! ¡Viva Guatemala! ¡Viva
nuestro presidente! ¡Viva el ejército! ¡Viva Lucas!... Muchos del pueblo
salieron inmediatamente a buscar agua para apagar el fuego y nadie llegó a
tiempo. Los cadáveres brincaban. Aunque el fuego se apagó, seguían brincando
los cuerpos. Para mí era tremendo aceptarlo. Bueno, no era únicamente la vida
de mi hermanito. Era la vida de muchos y uno no pensaba que el dolor no era
solo para uno sino para todos los familiares de los otros; ¡Sabrá Dios si se
encontraban allí o no! De todos modos eran hermanos indígenas”.
¿Qué hizo que Rigoberta Menchú con el dolor de ver
morir o desaparecer a gran parte de su familia y amigos no optara por las armas
y por cobrar venganza?
(Sonríe) Es un
proceso de crecimiento espiritual y social. Yo no soy una víctima; soy una
persona muy exitosa y he tenido más oportunidades que otros, pero me he
desarrollado al lado de muchos valores ancestrales. Luego, yo pienso que no se
olvida el dolor. Yo no intento despojarme de eso, porque si me pide perdón un
victimario, le perdonaré; si no me pide perdón, jamás lo perdonaré. Es decir,
no tengo obligación a perdonar a alguien que no conozco. Y luego, no me tocó la
suerte de alzarme en la montaña. Digo no me tocó la suerte porque muchos no
tuvieron la oportunidad de salir de su aldea e irse a otro lugar. A mí me tocó
el destino y la suerte de salir al exilio, y viví entre Ginebra (Suiza), Nueva
York (Estados Unidos), México, Chiapas, Quintana Roo, Campeche… algunas veces
la frontera más cercana guatemalteca. Me tocó espiar el país, digamos.
Pero hay otras
personas que no les tocó esa suerte. Por ejemplo mi hermana que acaba de
fallecer. Ella fue guerrillera desde los trece años y bajó de la montaña cuando
se firmó la ‘Paz Firme y Duradera’. Ella nunca se registró en la lista de los
combatientes, pero ella lo fue. Lucía, mi pequeña guerrillera, a quien siempre
venero así. Mi otra hermana, Anita, se alzó en armas a sus apenas diez años, y vivió en la montaña. Cuánto
tiempo la di por muerta, porque me llegó información de que había fallecido. A
ella tuve la suerte de volver a verla con sus dos pequeñas hijas en este
momento y ella es una gran mujer. Yo no puedo condenar a mi hermana Anita
después de que su madre fue torturada, después de que su padre fue quemado
vivo, después de que sus hermanos fueron ultrajados… Después de que le
destrozaron su vida, no le puedo decir por qué agarró las armas. No lo puedo
decir y, por el contrario, me siento orgullosa de ellas porque son
constructoras de paz hoy y que gracias al Creador no continuó la guerra porque
de lo contrario no sé qué habría sido su destino.
Estoy contenta que
dos hermanas mías pasaran a la vida civil, de personalidades, desarrolladas, en
la academia y en la política.
Al menos sesenta matándonos entre los propios
colombianos. ¿Qué carajos hacemos?
(Suspira) ¡Ay!,
esa anhelada paz en Colombia ya no solo es un asunto de este país, sino de todo
el continente. Añoramos una Colombia sin guerra, sin dos fuerzas batallando y
peleando por un territorio. Yo creo que es el momento en que tenemos que
fortalecer mucho la estabilidad de paz en Colombia. Depende mucho de las dos partes
en conflicto. Esperamos que puedan atinarlo y tengan la sabiduría para encauzar
este proceso. ¡Impresionante!, ¡impresionante! Cuando supe que se reanudaban
los diálogos de paz en Colombia, pues lo celebramos con mucho optimismo. ¿Por
qué? Tenemos muchos amigos aquí que han perdido la vida y tenemos compañeros.
De alguna manera estamos cansados también de esta guerra, como toda la
sociedad.
Siempre habrá
fuerzas que no quieren la paz, pero espero que todos los que la queremos
podamos vencer. Entonces hay que alentarlos, hay que poner la buena voluntad,
hay que ser prudentes. La prudencia de nosotros es oro en este tiempo, para no
adelantarnos a lo que pueda ocurrir, sino que sean procesos naturales. Para que
sea de verdad y no que en la esquina otra vez fallemos.
¿Y no pararnos de la mesa de diálogo pase lo que pase?
No pararnos de
la mesa, y sobre todo las partes porque nosotros vencimos algunos obstáculos a
última hora. Se acuerda Pastor que incluso algunas fuerzas del movimiento
guerrillero secuestraron a una señora y eso venía a romper todo el proceso de
paz, pero ya estábamos en la antesala de la fiesta grande, y sin embargo eso no
impidió que se firmara la paz.
Los refugiados
guatemaltecos estábamos ya en fila en la frontera para que se firmara la paz y
nos íbamos en cantidad a regresar al país. Muchas madres guatemaltecas dijeron:
‘Yo no he dado a luz a un hijo para que vaya a la guerra. Hoy yo quiero que mi
hijo vaya a la escuela y busque un trabajo digno. ¡Ya no quiero más hijos en la
guerra!’. Entonces había una actitud muy fuerte que ayudó, y no es que vayamos
a derrotar las armas, pero sí vamos a demostrar que lo que conviene para todos
es la paz estable.
Todos ponen
El 29 de
diciembre de 1996 y después de largos e intensos meses de negociación, el
Acuerdo de paz Firme y Duradera de Guatemala cobró forma gracias a la voluntad
de las partes y al papel cumplido por la Organización de Naciones Unidas (ONU).
Entre sus
conceptos fundamentales está el derecho del pueblo a “conocer plenamente la
verdad sobre las violaciones de los derechos humanos y los hechos de violencia
ocurridos en el marco del enfrentamiento armado interno. Esclarecer con toda
objetividad e imparcialidad lo sucedido, contribuirá a que fortalezca el
proceso de conciliación nacional y la democratización en el país”.
Además de
reconocer la identidad y derechos de los pueblos indígenas (que en Guatemala
son más del 40 por ciento de los 14 millones de habitantes), el acuerdo entre
Gobierno y guerrilla dispuso que la paz debe cimentarse sobre un desarrollo
socioeconómico participativo orientado al bien común, que responda a las
necesidades de toda la población. “Dicho desarrollo requiere de justicia social
como uno de los pilares de la unidad y solidaridad nacional, y de crecimiento
económico con sostenibilidad, como condición para atender las demandas sociales
de la población”.
El Estado y los
sectores organizados de la sociedad deben aunar esfuerzos para la resolución de
la problemática agraria y el desarrollo rural, que son fundamentales para dar
respuesta a la situación de la mayoría de la población que vive en el medio
rural, y que es la más afectada por la pobreza, las iniquidades y la debilidad
de las instituciones estatales”, enfatizó el documento.
Cualquier
parecido con las raíces del conflicto colombiano no es mera coincidencia.
Barbarie o más
Así Recuerda Rigoberta
Menchú la tragedia de su madre, Juana Tum Kótoja, a quien golpearon, violaron y
le cortaron las orejas. “Como vieron que nadie de los hijos bajó a recoger la
ropa de mi madre, los militares la llevaron a un lugar cerca del pueblo donde
había muchos montes. Mi esperanza era que mi madre muriera junto con toda la
naturaleza que ella tanto adoraba. La llevaron debajo de un árbol y la dejaron
allí viva, casi en agonía. No dejaban que mi madre se diera vuelta y como toda
su cara estaba desfigurada, estaba cortada, estaba infectada, casi no podía
hacer ningún movimiento por sí sola. La dejaron allí más de cuatro o cinco días
en agonía; donde tenía que soportar el sol, la lluvia y la noche… Y como todas
las heridas de mi madre estaban abiertas, entonces tenía gusanos y estaba viva
todavía. Después, en plena agonía, se murió mi madre. Los militares todavía
separaron encima de ella, se orinaron en la boca de mi madre cuando ya estaba
muerta. Después dejaron allí tropa permanente para cuidar su cadáver y para que
nadie recogiera parte del cuerpo, ni siquiera sus restos”.
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