Invitado por la
Feria del Libro Ulibro de la UNAB, regresó a su tierra natal el escritor Pablo
Montoya Campuzano, cuyo nombre es de obligatoria mención a la hora de hablar de
figuras de la literatura nacional y de sus voces más singulares.
Pablo Montoya
Campuzano no es el piloto de la fórmula Nascar de los
Estados Unidos, y tampoco tiene nada que ver con él. Sí
es, en cambio, un escritor nacido en Barrancabermeja (Santander) hace 49 años y
considerado una de las voces más auténticas de la actual literatura colombiana.
Su más reciente
obra es “Los derrotados” (Sílaba Editores), que no se refiere a los fracasos del automovilista bogotano en los óvalos gringos, sino que “narra
la vida del sabio Francisco José de Caldas y sus inquietudes naturalistas e
independentistas. Avanzando en el tiempo, también da cuenta de los avatares
revolucionarios de la guerrilla del Ejército Popular de Liberación (EPL), a
través de tres jóvenes y sus pasiones: la botánica, la fotografía y la
literatura. Dos procesos políticos fallidos, cuatro vidas enfrentadas a
coyunturas revolucionarias, unidos por una sugestiva propuesta narrativa. Esta
es una novela singular por la manera en que el autor enfrenta el tan complejo
tema de la violencia política y su relación con las artes y la ciencia. Apoyándose
en la poesía, el ensayo, el cuento, la epístola, la biografía, ‘Los derrotados’
asume a Colombia, la pasada y la actual, entre el horror y la esperanza”.
Este es el
diálogo con Montoya Campuzano, un barranqueño con marcado acento paisa, quien trabaja como
profesor en la Universidad de Antioquia después de haber cursado estudios de
maestría y doctorado en literatura latinoamericana en La Sorbona (París). Ha
publicado libros de cuentos como “Réquiem por un fantasma”, “Adiós a los
próceres” y “Adagio para cuerdas” (de la Biblioteca Mínima Santandereana de la
UIS), y de ensayos como “Música de pájaros”, más las novelas “La sed del ojo” y
“Lejos de Roma”. Su más reciente reconocimiento ha sido la beca de
investigación en literatura otorgada por el Ministerio de Cultura.
No lo vi cantar el himno de Santander en la
ceremonia de apertura de Ulibro. ¿Se cree eso de “Hijos audaces de altiva breña
a la que amamos con frenesí, somos la raza que lucha y sueña en la conquista
del porvenir”?
Particularmente
con mi origen santandereano, creo que es a partir de mi regreso a Colombia en
2002, después de una larga estadía en Francia, cuando empiezo a preguntarme y
asumir mi condición de santandereano, y un poco no porque me surgiera de mis
inquietudes, sino porque comenzaron justamente a partir de invitaciones, de
homenajes que me han hecho en Barrancabermeja y en Bucaramanga. Empecé a ver
como si me estuviesen de llamando de nuevo a decirme: ‘Esta es su tierra, usted
nació aquí y tiene de alguna manera un vínculo profundo con esta región’.
Lo del himno, no
te preocupes que del himno nacional solo me sé la primera estrofa, y el himno
de Antioquia, que fue el que me enseñaron en el colegio tampoco me lo sé. A
pesar de que fui músico, tengo muy mala memoria para las letras de los himnos y
las canciones.
Mi relación con
Santander es una relación digamos más tranquila que la que de alguna manera me
propone esa supuesta antioqueñidad como signo identitario. Santander es una
región mucho más abierta, menos conservadora, más aguerrida en el sentido de su
preocupación por el mundo cosmopolita. Me siento más afincado en esta zona y en
la tradición literaria que tiene en Pedro Gómez Valderrama a uno de sus grandes
exponentes, que yo creo continuo voluntariamente.
¿Qué tienen en común el sabio Caldas y la masacre de
El Aro?
Pienso que “Los
derrotados” maneja la continuidad de la
violencia en el país a través justamente de la geografía. Es una novela que
pone como punto central de discusión la geografía y la violencia. Caldas es una
figura que padece la violencia a través de sus investigaciones botánicas y de
su participación con la Independencia, violencia que lo va a llevar al
fusilamiento que hace de él Pablo Morillo en 1816.
La novela
también dialoga con las formas de militancia revolucionaria que se dan en
Antioquia, particularmente con la guerrilla del EPL, entonces esa parte de la
novela abarca esa fase en la que Antioquia se va paramilitarizando a lo largo
de estas grandes masacres. La masacre de El Aro sabemos ya que fue cometida por
paramilitares con el apoyo del Gobierno de Antioquia y la IV Brigada, lo cual
ya está suficientemente denunciado.
Entonces la
novela articula como dos momentos históricos y por eso la pregunta suena un
tanto extraña, pero articula la Independencia a través de la figura de Caldas,
y los procesos revolucionarios comunistas a través de tres jóvenes que militan
en el EPL, que es una guerrilla antioqueña que se va a disolver en 1991 y que
va a tener un proceso de inserción muy conflictivo que la va a llevar
desafortunadamente a tener vínculos con los paramilitares y con la Brigada de
Chigorodó.
¿Pablo Montoya, como fruto del momento histórico que
le correspondió vivir, es un guerrillero frustrado, un combatiente que no fue…
qué es?
Yo tuve una
militancia muy insípida con el EPL cuando tenía 18 años en el Liceo Antioqueño
y no pasé de algunas reuniones clandestinas y de hacer algunas ‘pintas’; nunca
tomé las armas, por supuesto, nunca me fui para el monte y me di cuenta
rápidamente que ese no era mi destino, que esa no era mi proyección política.
Pero sí he sido una persona que de todas maneras tengo consciencia de mi
generación, que se la jugó en gran parte por estas militancia revolucionarias y
esas militancia fueron erróneas y resueltas de una manera brutal.
El de “Los
derrotados” es un mensaje de frustración. Se pretendió proponer una justicia al
país, una utopía social, comunista, y lo
que se hizo finalmente fue ensangrentar e incendiar más al pueblo colombiano,
pero esa es una parte que corresponde a todas las guerrillas colombianas y la
novela es mi visión particular.
Espero que me
toque en vida un país en paz, un país al menos que tenga resuelto ese problema
de las guerras internas. Ojalá sea posible, pero soy un poco escéptico por los mecanismos
económicos tan complejos que hay en Colombia y que mueven estas guerrillas y
estas guerras que hay en el país.
En la presentación de su libro, el comentarista
Carlos Esteban Mejía estaba casi extasiado por la poesía que halló en él, pero
encontré que también hay crónica judicial. ¿Es una mezcla?
Sí, es una
mezcla de los dos géneros. Hay momentos poéticos en “Los derrotados” que tienen
que ver con las visiones de la naturaleza colombiana, sobre todo con la parte
de Caldas; igualmente hay partes que tienen que ver con la novela
contemporánea, con mucha violencia, donde interviene más el formato judicial o
a veces el de crónica roja. Lo que trato es de matizar todas esas escenas de
violencia a través de cierta poeticidad estilística. No sé si lo logro, pero
esa era la intención. Claro, hay momentos en que la crudeza de las imágenes
impide de pronto que ese formato poético surja. Ese es un gran reto que uno
tiene.
¿Su novela le ha ‘chocado’ a alguna persona que
esperaba encontrar un texto idílico y al final usted terminó dándole una
‘bofetada’ al recordarle que nos matamos entre nosotros y que hasta miembros
del Ejército terminaron trabajando en llave con los ‘paras’?
Sobre ese
sentido no, pero sí he recibido críticas sobre la valoración que hago de
Caldas. Por ejemplo en Antioquia no están muy contentos ciertos sectores,
porque él es quien funda la Escuela de Ingeniería en ese departamento, que es
la que le dará vida a la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, que es
un centro fundamental de la ciencia y una leyenda para Antioquia. Cuestionar la
figura militar de Caldas es lo que hago en “Los derrotados” al elogiar su
figura naturalista y botánica y no su figura militar que la critico y la pongo
en tela de juicio. Entonces ese criticar y no idealizar la figura de Caldas
como figura fundadora de las ciencias militares de Antioquia y de Colombia, es
‘darle una puñalada’ a ciertos sectores privilegiados intelectualmente
hablando. Ahora, Caldas sí fue un gran militar, sí fue mártir, no fue un
derrotado, dio la vida por la Nación y le debemos el establecimiento de la
ciencia en Colombia.
Frente a la
visión sombría de la violencia, la paramilitarización de Antioquia y la crítica
fundamental que le hago a estas guerras intestinas, hasta el momento no he
recibido comentarios. Lo cual es peor, porque implica que la gente no lee la
novela o simplemente la quiere silenciar.
¿Toma partido en su novela?
Tomo partido por
la vida, por el ciudadano, por la sociedad civil; no por ningún establecimiento
militar, porque a todos los critico y los fustigo de manera similar. Por
supuesto, hago una gran crítica al EPL, al paramilitarismo, al Ejército que
‘pacifica’ Antioquia, a la clase dominante antioqueña, al colombiano como
órgano periodístico de esa campaña de exterminio de la izquierda, pero rescato
a los seres humanos.
¿Qué hizo que ese muchacho que hoy podría estar
vendiendo pescado en el muelle de Barranca o perdido de la borrachera en un bar
de mala muerte, se haya ‘pellizcado’, se formara y sea la persona que es hoy?
Fue el estímulo
que me dieron mis padres. Mi papá quiso que fuera médico y traté de
satisfacerlo, pero no pude. Estudié dos años de medicina y luego me di cuenta
que eso no era lo mío. Después empecé a construir mi propio camino en el arte,
en la música primero y después en la literatura, y le agradezco mucho a mi
padre y a mi madre porque me estimularon la lectura, porque me cuidaron,
siempre me dijeron que tenía que estudiar y me dieron alas. A pesar de la gran educación
católica que me dio mi mamá, con la cual rompí en algún momento de mi
adolescencia, y a pesar de ese encierro que supone muchas veces la
camandulería, el catolicismo antioqueño
y el regionalismo de que esa es la mejor región y de que para qué viajar y para
qué conocer el mundo, porque es pervertirte, es abrir tu consciencia a otros
caminos. A pesar de eso, ellos fueron muy claros en que el rumbo era la
lectura, el estudio y ser un profesional algún día. Yo pude haberme dedicado a
ser un escritor y vivir de la escritura solamente, cosa que es muy difícil; mis
padres no pertenecían a ninguna elite cultural, entonces vengo de gente que no
tiene ningún nombre en Medellín, entonces fue muy difícil hacerme un espacio y
debí irme, formarme, tener un diploma que me permitiera vivir de la literatura
y ahí vamos haciendo una obra que espero que algún día tenga un espacio en
nuestro contexto.
¿Cómo enseñarle a escribir a una generación que no
lee?
Ese es el gran
dilema que tenemos en la enseñanza. Lo que yo trato como profesor de literatura
en la universidad es transmitirles a los estudiantes la pasión por los libros,
y hasta ahí llega mi compromiso. Es decir, tú tiras el anzuelo y no sabes quién
va a picar. Teniendo en cuenta que muchos estudiantes llegan tan desinformados
y con tan bajos niveles de lectura, la Universidad Antioquia está haciendo unas
campañas de educación literaria y se publica una biblioteca clásica básica,
para que los estudiantes lleguen y accedan a unos libros de la cultura occidental
(filosofía, arte, historia y literatura) en un formato pequeño a un precio muy
barato o regalados. Pero ese es un gran problema que hay que resolverlo desde
la escuela, y a los mejores profesores que se les debe pagar en el país es a
los de escuela, que son los peores pagos.
Ituango,
Antioquia, octubre de 1997
El Aro es un
corregimiento de Ituango. En el pueblo vivían setecientas personas hasta que
llegaron los paramilitares. Éstos pudieron entrar a la zona apoyados por un
helicóptero, enviado a través del gobierno departamental y por soldados de la
IV Brigada de Medellín. En la fotografía, el caserío ha sido arrasado por una
suerte de vendaval. Los habitantes no se ven por ningún lado. Tampoco los
paramilitares. Hace un par de días se largaron para sus campamentos de Córdoba.
Solo hay un hombre y una mula que atraviesan las ruinas de El Aro. Al lado
izquierdo de ambos se ve una hilera de casuchas desbaratadas. Algo tienen en su
fachada que recuerda las tumbas de un pabellón de cementerio sórdido. Las casas
se hunden, al fondo, en un horizonte de montañas en neblina. Andrés Ramírez
llegó a El Aro hacia el mediodía. No vino en el helicóptero, claro está, sino
en un bus hasta cierto tramo. Luego debió caminar horas por entre el monte,
acompañado por un guía a quien le ofreció buena paga. Cuando ascendieron hacia
El Aro, empezaron a sentir el olor a maderas chamuscadas. Luego fueron
apareciendo los cadáveres. Ramírez no fotografió a ninguno. Después de todo, él
sabe que exhibir muertos en la guerra es una práctica que a menudo realizan los
bandos enfrentados. Jamás desconoce, sin embargo, que lo suyo es una obsesión
por las imágenes de la muerte cuando esta es ocasionada por los hombres. En sus
fotografías sobre la guerra, quienes
sobresalen realmente son los vivos. En el trayecto hacia El Aro, Ramírez vio
entonces los cuerpos. Sintió el olor de sus mutilaciones. Pero se abstuvo de
disparar la cámara. Al entrar al pueblo, siguió decidido a no fotografiar lo
que veía. Un cansancio imprevisto se le había instalado en la boca del
alma. ¿El ama tiene boca? Sí. Y puede estar
en el estómago, en el corazón, en el bajo vientre, en los pulmones, en las
piernas que se resisten a caminar. Lo primero que pensó Ramírez al ver la
destrucción fue en el diablo. Se lo imaginó como una gigantesca chucha que ha
abierto su culo velludo para arrojar una ventosidad sobre el pueblo. Pero, ¿qué
ha pasado en El Aro? La fotografía muestra lo que está pasando y hace imaginar
confusamente lo que pasó. Y lo del roedor es un símil que no tiene nada de
original. Comparar la guerra con el culo de un animal es algo que ya hicieron
Goya y Céline al referirse a sus respectivas guerras. Pero ¿alguien ha visto
una chucha negra, una gigantesca chucha antioqueña, abriendo su ano y lanzando
sobre un pueblucho sus flatulencias? ¿En la historia de la literatura ha habido
algún Homero o algún Voltaire, o algún Tolstoi, o algún Maupassant, que haya
comparado la guerra con ese marsupial americano que también llaman zarigüeya,
fara, runcho o sasapi? Ramírez pensó rápidamente en esta asociación zoológica.
Después vio que la mula y el arriero recorrían la única calle de El Aro.
Sobreponiéndose a la fatiga, se ubicó en uno de los extremos del derrumbe, y
sacó la cámara. (Apartes del capítulo 17, ‘Fotografías’, de la novela “Los
derrotados”).
Un agapanto,
erguido sobre su largo pedúnculo, me ha despertado en la noche. Los pétalos
lila han emergido del sueño y, rozándome las mejillas, me han empujado a la
vigilia. El sueño sucedía en una comarca del África. He sabido, por el relato
de un nativo paez, que la esencia de estas flores sirve para viajar al pasado.
Usted verá, Usía, cómo con su hervor se le revela el ayer, cómo se le aminora
la angustia en el alma y la opresión por lo acontecido. Estos indios ven en
todas las plantas salidas y entradas de la felicidad, pasadizos y túneles en el
tiempo. Ya despierto, sin una pizca de
sueño, he salido a caminar por el jardín. Cruzo sus platabandas envueltas en la
bruma. Sé que más allá hay varios agapantos, alineados como vigías nocturnos,
que apenas se mueven por la leve brisa que anticipa el amanecer. Me detengo al
lado de ellos y me inclino. Aspiro su polen para llenarme de eso que alguna vez
fui. (Apartes del capítulo 10, ‘Diario botánico’, de la novela “Los derrotados”,
escrita por Pablo Montoya en el año sabático que le dio la Universidad de
Antioquia).
Para cualquier
colombiano es fundamental leer “Cien años de soledad”, “La Vorágine” y “La
María”, que en concepto del escritor Pablo Montoya son las tres novelas más
ambiciosas y las que más nos pueden hablar de lo que es este país.
“Hay que
jugársela por el diálogo universal y para eso Internet es fundamental, sin
olvidar ese vínculo con nuestro país, con nuestras regiones y con nuestros problemas
diarios”, recomienda el escritor barranqueño Pablo Montoya, autor de “Los
derrotados”, un éxito en librerías.
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