Nombre: Alberto
Salcedo Ramos.
Fecha y lugar de
nacimiento: Barranquilla, 21 de mayo de 1963.
Oficio: Periodista
narrativo, contador de historias, reportero de verdad. Bueno, cronista.
Su propio suicidio
cuando en sus inicios en El Universal
de Cartagena le asignaron la sección judicial y en esa época no encontraba tema
ni cadáveres, habría frustrado la carrera brillante de Alberto Salcedo Ramos
para poder llenar la página, pero qué va. Este hincha del Atlético Junior -‘Tu
papá’-, es un enamorado de la vida, de las mujeres voluptuosas, de la carne
oreada, de fijarse en lo que otros ni miran y del idioma, lo cual le ha valido
para convertirse en uno de los más brillantes cronistas colombianos, si no el
mejor.
Evidencias de su
capacidad, rigor y profesionalismo se encuentran por doquier en las revistas Gatopardo, Arcadia, El Malpensante, Etiqueta Negra y Soho, para no decir que es de los privilegiados que Daniel Samper
Pizano incluyó en su antología de grandes crónicas, un libro que está debajo de
la almohada de esas generaciones de periodistas que aún leían.
Invitado por la
Facultad de Comunicación Social, el Periódico
15 y la Electrificadora de Santander, Salcedo Ramos estuvo en la UNAB el
29 de septiembre de 2010 compartiendo con sus colegas estudiantes, graduados y
empíricos -porque todavía los hay en los medios regionales y nacionales-, su
experiencia y su forma de ver este oficio tan antiguo como el de las damas de
vida alegre, léase prostitutas.
Y es que Salcedo,
ganador cuatro veces del Premio Simón Bolívar y una del ‘Rey de España’, no se
anda con medias tintas. Abierto y generoso a la hora de compartir claves y
secretos, también habla sin rodeos cuando se queda mirando a aquellos
redactores que no tienen más tarea que refunfuñar y les dice: “Si no estás
conforme con el dinero, no trabajes allí. Pero si ya aceptaste, no vale la
excusa de hacer cosas regulares. Debes ser el mejor”.
Su miopía evidente
cuando se aproxima al computador y echa para atrás sus anteojos, no le ha
impedido contar historias macondianas como la del equipo nacional de
futbolistas gays, alucinantes como la cuadrilla de enanos toreros, o macabras
como la masacre de 66 personas en El Salado (Bolívar) a manos de esos
criminales para unos, héroes para otros, llamados paramilitares. O simplemente
increíbles, como la de aquel pueblo selvático en el que el Ejército colombiano
combatió durante más de dos horas a unas columnas de bafles con el traqueteo de
disparos que la guerrilla dejó instalados mientras corrían montaña adentro.
Salcedo detesta las
historias truculentas que de vez en cuando pilla en ciertos periódicos que con
la licencia del asterisco publican relatos inverosímiles fruto de la
imaginación y del afán de rellenar una ‘sábana’ en blanco. No cree ni cinco en
los periodistas distraídos y sostiene que “la curiosidad es la madre del buen
periodismo”. Para sentenciar: “Si no la tienes, estás liquidado”.
Como profesor que
es, tiene claro que las universidades no hacen milagros, que el periodismo no
se enseña sino que se aprende -como dice el maestro Miguel Ángel Bastenier- y
que están ‘fritos’ aquellos aprendices que aspiran alcanzar el estrellato
‘reencauchando’ la historia del cantante del bus o del vendedor de maní,
sencillamente porque los encuentran a media cuadra de la casa de la tía que los
mantiene, pero no porque le dediquen tiempo y pasión a buscar historias
novedosas.
“La entrada de una
crónica debe golpear, intrigar, ser contundente, y no llega por arte de magia,
sino que hay que dedicarle tiempo. No se puede llegar al computador a ver qué
sale”, recalca, a la vez que insiste en que ‘cometer’ crónica no es opinar,
sino narrar, dar pinceladas que le permitan al lector formarse una idea o un
criterio.
Después de tres
horas de charla y un pollo insípido ‘ahogado’ en salsa de tomate que le ayudará
a hacer más prominente su estómago, Alberto Salcedo -uno de los tantos hijos
olvidados de Andrés, el famoso locutor deportivo de la televisión alemana-,
accedió a este diálogo.
Define usted la crónica como la mixtura entre información
e interpretación. ¿Cuáles son tres ingredientes básicos de esa receta?
Una mirada original
para descubrir ángulos narrativos inexplorados que permitan contar algo
distinto. Una voz narrativa que también sea original para seducir con la palabra. Una voz que
tenga carácter para decir las cosas. Y el humor, que no es el chiste, ni la
comicidad fácil sino la posibilidad de encontrarle aristas amenas a la
historia.
¿Se puede llegar en paracaídas a la crónica sin haber
realizado el recorrido mínimo de ‘cargaladrillos’ por otros géneros como la noticia
y la entrevista?
Creo que no.
Siempre he dicho que los cronistas son como los pilotos de aviación, que en lo
que escriben dejan ver cuántas horas de vuelo tienen. Considerar que la crónica
es un ejercicio fácil, apropiado para alguien que no sepa hacer periodismo, es
algo como el que entra a estudiar comunicación social dizque porque no va a
encontrar matemáticas. La crónica exige una disciplina periodística. Un
cronista es un periodista, entonces debe investigar, debe buscar fuentes, debe
explorar documentos… Lo que pasa es que en la forma de narrar uno procura
conservar ciertas pautas estéticas para
que el trabajo sea más atractivo para el lector, pero no se llega en
paracaídas. A la crónica se llega después de haber caminado por el pasto,
después de haber atravesado barrizales, después de haber hecho todo el curso
que debe hacer un reportero.
¿Cuál sentido desarrolla más un cronista?
La mirada y el
oído. La mirada se le va a educando a uno en la medida en que uno va viendo más
cosas y llega el momento en que se descubre mirando ciertos elementos de la
realidad que un tiempo atrás uno mismo no hubiera visto, y ahora los ve porque
ha desarrollado ese entrenamiento especial para ver más allá. Cuando uno
empieza, mira la realidad a través de un microscopio, y cuando uno aprende la
mira a través de un telescopio y se le amplía la perspectiva, el panorama.
El otro sentido que
se debe desarrollar es el del oído porque uno tiene que saber escuchar. Hay una
lección maravillosa de Gay Talese (estadounidense padre del nuevo periodismo
junto a Tom Wolfe) que dice que hubo un momento en que él puso una grabadora
para oír los diálogos entre él y los personajes y descubrió que él estaba
hablando mucho y escuchando poco.
En España acaban de lanzar un S.O.S. porque consideran
que los reporteros están en vía de extinción. ¿En Colombia a los cronistas les
pasa lo mismo?
Los periodistas
narrativos no son abundantes y eso no es solo de ahora. Es como un ghetto, y no
está mal que sea así, porque si hubieran mil cronistas yo no estaría aquí en la
UNAB y hubieran invitado a cualquiera de los otros novecientos noventa y nueve.
Están en vía de extinción pero yo no lo lamento, porque finalmente creo que con
los que hay uno puede documentar la memoria. Aquí hay gente buena. Está Alfredo
Molano, José Navia, etcétera. Siempre la gente que cuenta historias dentro del
periodismo ha sido una minoría, eso no es nuevo. En este momento Colombia tiene
unos buenos contadores de historias. Hace quince años se hablaba de la famosa
muerte de la crónica, pero hoy ya ese discurso no se utiliza.
¿Se avergüenza de que lo llamen periodista? ¿Prefiere que
le digan maestro o escritor?
No, yo soy
reportero a mucho honor. Soy un periodista orgulloso de lo que soy. No bajo la
voz ni agacho la mirada cuando digo ¡soy periodista!
¿Se puede ser periodista o cronista sin leer periódicos,
escuchar radio o ver televisión, como dicen algunos ‘extraterrestres’ que se
autodenominan reporteros y que creen tener en Google la solución a todos sus
‘males’?
Hoy en día esa es
una deformación profesional que ha ido creciendo porque muchos muchachos
pertenecientes a la Era
Virtual creen que Google les soluciona todos los problemas
derivados de su pereza, y no es así. Google es una herramienta de trabajo que
te acompaña hasta cierto punto, pero el punto hasta el cual llega Google
implica que tú asumas el resto del proceso. Por ejemplo: si tu me dice que
dices que vaya a Armero (Tolima) a contar una historia de cómo es la vida en
ese lugar veinticinco años después de la tragedia, pues Google puede ser una
herramienta de trabajo previa a mi viaje a Armero, y me puede dar una
información histórica de contexto, pero el trabajo lo tengo que hacer yo cuando
llegue al lugar, entrevistando a quienes haya que entrevistar y también
interactuando con la realidad que voy a encontrar allá.
Uno de los alumnos
de un colega de Manizales plagió un texto que empezaba diciendo: “En una de las
conferencias que dicté en Gran Canaria en el año de 1975…”, o sea que ni
siquiera cambió la entrada y quedaba diciendo una barbaridad de un año en el
que él todavía ni siquiera había nacido. Eso nos da una muestra de lo que ha
ocurrido con Internet, que además conspira contra la capacidad de concentración
de la gente. Además ,
para muchos jóvenes la única memoria que conocen es la USB, la que va en el
computador, porque la de ellos jamás la cultivan.
Usted compara la crónica con un exquisito manjar al que
se invita a un amigo -al lector-, y no se le puede salir con chitos y manimoto.
¿A Algunos ‘cronistas’ les sucede lo mismo que a esos ‘caricaturistas’ tan
malos que deben ponerle etiquetas a los personajes porque éstos ni se parecen?
Totalmente. Hay
gente que cree que una crónica se reduce a una historia simpática contada más o
menos con dignidad. No, una crónica tiene una carpintería. No puede ser que el
señor que está en el parque vendiendo guarapo de caña y cuenta una anécdota
mientras uno se toma el guarapo con él, no puede ser que él sea un cronista.
Ese señor te cuenta una historia, pero la crónica demanda otro tipo de
destrezas: responder a unos interrogantes, traducir una realidad, descifrar un
contexto, documentar una memoria… Yo creo que el trabajo de cronista es un
trabajo profesional que demanda una preparación especial.
¿Les quedan lectores a las crónicas?
Sí. La gente lo que
quiere son buenas historias y que estén bien contadas. Que solamente lleguen al
texto porque la página dice crónica, no va a pasar. La gente llega al texto
pero el texto mismo debe encargarse de garantizar que la persona se quede ahí.
La sociedad de
estos tiempos es una sociedad permeada por la cultura del zapping. Cuando tú y yo éramos niños, prendíamos el televisor, era
un aparato que tenía una perillita larga que giraba a la derecha para prender y
giraba a la izquierda para apagarlo. No había control remoto y el canal que
quedó ese era el que veíamos. Luego vino la cultura del control remoto y la
gente no quiere durar más de cuarenta segundos en un canal y ya está viajando
hacia otro lado. Eso es lo que pasa en Google y en Internet. Cada link te
conduce a un viaje en el cual tu mirada es nerviosa, tu atención no se
concentra en ningún lugar específico porque está es volando. La lectura también
está hoy en día permeada por esa cultura del zapping y la gente toma un texto y si la entrada no es contundente,
puede dejarte y abandonarte. Para que la gente nos lea uno debe hacer el
esfuerzo de ser amable con ellos, compensándoles con amenidad, con gracia, con
calidad, el tiempo que ellos nos van a regalar.
¿Vale la excusa de que no hay tiempo?
No. Eso es mentira
y el que no tiene tiempo para leer pues no lee, pero a mi no me interesa ese
lector. A él le digo, buen viento y buena mar, disfruta tu estadía en la playa
pero yo no nací para tí.
Cuentan el título y el arranque; ¿el final también es
vital?
El final tiene que
cerrar el círculo, tiene que ser redondo. Cuando un remate es bueno y tú llegas
a ese punto, tú sabes que la historia se acabó. No necesitas poner un avisito
entre paréntesis al lado que diga: ‘fin’.
O si es tan malo: ‘Por fin’
(Sonríe) Claro, tu
sentido de compenetración con la historia, tu olfato, tu intuición, te indican
que ese es el punto en el que la historia se acaba, que después de ese punto ya
tú no puedes decir nada y que si das un paso más allá lo que vas a encontrar es
el vacío.
¿Cómo le cae terminar con una moraleja?
Las moralejas
constituyen un desprecio por el lector. La moraleja es como una reflexión casi
siempre moralista que le damos al lector pensando que es un bobo y que él no
puede llegar a esa misma conclusión o a una mejor. Si la historia es buena y
está bien contada, ¿para que meterle moraleja?
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