Este jesuita santandereano lidera el proyecto
para entregar 550 sillas de ruedas a personas sin recursos. Ha sobrevivido a la
selva, sorteado amenazas de grupos de derecha y afirma que escogió la vida
religiosa para trabajar con la gente.
Pudo ser un acaudalado
constructor o un cura guerrillero. También tuvo la opción de casarse, tener
hijos y acostarse a las 9 de la noche, después de ver tres telenovelas y
recontar las ganancias del día. Pero Jorge Eduardo Serrano Ordóñez optó por
entregarle sus energías a Dios y se convirtió en sacerdote jesuita.
Hoy (2008) va por el
país, de prisa pero sin perder la sonrisa, repartiendo sillas de ruedas a desvalidos,
dándoles la mano a 3.000 mujeres en el Magdalena Medio o Córdoba que han
sufrido en carne propia los horrores del conflicto armado interno, oficiando
misa en el barrio La Soledad y en las montañas del sur de Bogotá, o asistiendo
a un adolescente atrapado por el éxtasis.
El director de
la Fundación Amar y Servir, un hombre
corpulento y carismático, que vive a cinco minutos de la casa del
Presidente de la República, tan sólo que en el sector marginado de Los Laches y
San Dionisio, en la parroquia de San Alberto.
Hijo del conservador
laureanista de Zapatoca, Rodrigo Serrano Gómez -dueño de la famosa fábrica de
baldosines Garza- y de la liberal gironesa María del Socorro Ordóñez Castro, el
padre Jorge Eduardo tiene cuatro hermanas y se graduó de bachiller en 1968 en
el Colegio San Pedro Claver, al lado de Rafael Ardila Duarte, Mauricio Amaya,
Ricardo Picón y Fernando Higuera, “hoy ya todos viejos como yo pero súper
vacanos”, dice.
“Entré a la Compañía
de Jesús en 1969. Nos fuimos al barrio Gaitán a hacer labor social y vi esos
curas que sí trabajaban, porque nosotros íbamos a rumbear con las de las
‘pachas’ y pegábamos una puntilla y descansábamos media hora, mientras estos
verracos seguían mezclando cemento o ayudando a subir tejas, sin necesidad de
hacer eso. Esto empezó a tocarme el ‘coco’, por un lado, y por el otro, oír a
estos campesinos que eran víctimas de la violencia de los 50 que habían huido
del Tolima o el Valle”, recuerda.
Después lo
mandaron dos años a La Ceja (Antioquia), de donde pasó a la Universidad
Javeriana (Bogotá) a estudiar filosofía, teología, comunicación e historia,
hasta 1981, fecha en la que se graduó y le dijeron que se fuera a la Costa
Atlántica a trabajar en una parroquia y luego en el Colegio San Ignacio de
Medellín.
Regresó a
estudiar teología pero tuvo diferencias con la facultad, lo echaron y las únicas
puertas que se le abrieron estaban en Brasil, a donde se fue de discípulo de
Leonardo Boff y todos los teólogos de la Liberación. “Eso nos abrió una
perspectiva fenomenal para entender las comunidades de base”, reconoce.
Volvió a Colombia
y lo asignaron a trabajar en Cúcuta, justo cuando empieza la crisis del
bolívar. Allí se ordena y empieza la campaña ‘Todos somos hermanos’, organiza
comedores populares para más de 2.500 personas que diariamente iban a comer
porque no tenían trabajo, gente que estaba regresando de Venezuela porque el
bolívar quedó a 5 pesos. “Creamos huertas y botiquines comunitarios, pero
mientras no se resolviera el problema de la moneda era un desastre, así que ayudamos
a mucha gente a regresar a sus lugares de origen”, dice.
Estando allí lo amenaza,
en 1988, el grupo Muerte A Revolucionarios (MAR). El obispo y el provincial lo
sacan del país. Permanece tres años en España, donde se dedica a estudiar la
historia y evolución de la parroquia en Colombia.
Cuando cree que
las aguas se han calmado, retorna de párroco a Villa Javier en Bogotá. A los
tres años surge un proyecto en el Amazonas para crear un distrito misionero y
piden voluntarios. Como había estado en Brasil estudiando hablaba portugués, se
ofrece y le ‘cogen la caña’. Allí permanece todo 1995 pero le aparece un llaga
incurable en una pierna, por lo que sus superiores le hacen empacar maletas y
lo despachan al Magdalena Medio, donde se estaba creando el servicio de visita
a refugiados y su director se iba a trabajar a la antigua Yugoslavia, envuelta
en plena guerra de los Balcanes.
Llegó a ser
vicario parroquial en San Pablo (Bolívar) y a los seis meses lo mandaron a
trabajar con el Servicio Jesuita de Refugiados, donde está hasta 2002. De ahí se va un año con una beca de los
jesuitas de Irlanda a Dublín, donde escribe el libro “Somos desplazados pero tenemos dignidad”,
que es una reflexión de seis años de trabajo con la gente sobre cómo muchas
veces a las ONG “los hemos vuelto unos minusválidos sociales a punta de
regalarles vainas y los hemos castrado e impedido echar para adelante o los
hemos manipulado para que digan contra el Gobierno o contra el que sea y no les
hemos dado la posibilidad de que depende de ellos echar para adelante o no,
porque ellos son unos verracos, tumbaron monte y construyeron lo que
construyeron, así que recuperar la vida depende de ellos y nosotros simplemente
les podemos ayudar”.
Su inconformidad
y capacidad de autocrítica lo lleva a afirmar que: “nos hemos vuelto
regaladores de carpas y mercado y los hemos puesto a que salgan a la calle a
decir sí o a decir no, y la gente con tal de que les demos de comer pues hace
lo que sea. Si hemos votado durante 40 años por una botella de aguardiente o
una teja, no vamos a hacer eso ahora por un mercado o una carpa americana, pues
lo hacemos”.
Por último
vuelve a Bogotá, le encargan crear la Fundación Amar y Servir, y -como si le quedara tiempo libre- realiza una
maestría en desarrollo rural que concluyó con una tesis sobre la influencia
neoliberal en la educación rural en Colombia, la explicación a cómo en los
sitios donde la mano de obra es importante la educación es buena como en el Eje
Cafetero porque son familias dueñas de los cultivos, pero en zonas de
latifundio o yacimientos “la educación es un desastre porque a nadie le importa
invertir en la gente y una vez se acabe el carbón o el petróleo las empresas se
van o el día que el patrón no quiera tener ganado pues ahí quedan ‘cuatro
gatos’”.
Un documento en
el que concluye que “si no hay condiciones para que se use mano de obra, la
educación es un desastre y ahí tenemos la cantera de guerrilla y paramilitares”.
15 dialogó con este cura
de bluyin y sotana que espera que la cuerda le alcance para después ir a
trabajar a África, donde los niños no conocen las hamburguesas que otros en
Bucaramanga no se comen porque tienen lechuga o tomate.
¿En lugar de estar encerrado en una parroquia, qué le
dio por ayudar a los más necesitados?
Mi claustro es la
calle, el barrio popular, la pareja que está con dificultades, el muchacho
drogadicto… porque los jesuitas fuimos fundados por Ignacio de Loyola para
encontrar en el mundo el lugar donde nosotros nos pusiéramos en comunicación
con Dios. Él, a través de una cosa que se llama los ejercicios espirituales,
nos enseñó a honrar y servir a Dios en la vida diaria, no en espacios
especiales.
¿A qué recompensa aspira si a quienes auxilia no
tienen con qué pagarle?
Mi pago son
muchos. En lo que hago he encontrado grandes amigos, que siguen siéndolo
después de 20 y 30 años. Tengo muchos amigos en Cúcuta, por ejemplo, o en
España a donde tuve que irme por amenazas, con quienes no me veo pero nos
estamos comunicando por Internet y me tienen presente como si ayer nos hubiéramos
sentado a tomarnos una cerveza o a ver un partido de fútbol.
La segunda gran
recompensa es que he podido conocer gente que me ha enseñado muchísimo. Ayer
estaba reunido con el vicepresidente de un banco y hoy he estado jugando con
niños cuya edad sicológica es de uno o dos años, así tengan 20 años de vida, llorando
con ellos y con sus mamás, porque me emocioné al ver su alegría de tener una
silla de ruedas.
Todo esto tiene
un precio, y es que tuve que renunciar a tener una esposa y unos hijos, porque
era muy jodido yo estar viéndolos crecer por allá en el Amazonas o en la Costa,
donde he estado trabajando y donde no habría las condiciones de salud y
educación que quisiera tener para ellos, por lo que seguramente estarían
viviendo en Bucaramanga o en Bogotá, mientras que yo estaría viajando. He visto
a muchas parejas en esa situación y me he dicho: ‘ni quiero privarme de ver
crecer a mis hijos, ni quiero que ellos crean que no tienen papá’.
Eso me llevó a
optar por esta vida en la Compañía de Jesús, así tenga que pagar un precio muy
alto. Hay unos compañeros de colegio que ya tienen nietos y yo a esta altura de
la vida ya debería estar en las mismas. Eso me hace mover el corazón cuando veo
a mis hermanas con sus hijos y no puedo negar que siento una nostalgia, pero
cuando uno elige algo hay que dejar otras cosas. Si te casaste, si estudiaste
ingeniería y no música, si te fuiste para Bogotá y saliste de Bucaramanga,
siempre supone un duelo y una ganancia.
Todas esas cosas
son las que me hace gozarme cada segundo de esta fiesta, llenarme de alegría
cuando alguien me dice que me va dar mil dólares para lo de las sillas o que
les cuente cuál es nuestro trabajo para apoyarnos desde sus empresas. Eso es
una gratificación enorme porque me doy cuenta que esto no es una locura y veo
que la gente está queriendo hacer cosas por los demás pero como que a la gente
les da pena proponérselas. Y cosas grandes, porque estamos hablando de un
proyecto de 100 millones de pesos. Eso me llena.
¿Cómo se hizo realidad este sueño?
Esto fue posible
porque aquí hay más de 90 personas involucradas, todos voluntarios, jubilados,
jóvenes profesionales… cada uno de ellos está en su rollo y decidieron venir un
día que los invité en misa, sin nunca haber hecho voluntariado. Hace un año ellos
aceptaron el reto de repartir las sillas en toda Colombia.
Así que cuando
la gente me da las gracias, les digo ‘a mí no; es a estas personas’. La gente
quiere abrazar al padre y yo les digo que sólo no hubiera ni una silla. Este es
el fruto del rector del Colegio San Pedro Claver (padre Gerardo Arango) quien
nos prestó la infraestructura, de la gente de Acción Social, de muchos. Uno a
veces habla mal del Gobierno y sí hay gente enredada en la ‘parapolítica’, pero
Efrén Amaya y Ana María González se pusieron la camiseta y dijeron ‘cómo es que
esas sillas se van a embolatar en el puerto para que después se las roben’.
Entonces cuando
ese niño me mira con ternura y su mamá, que ya no puede alzarlo porque pesa 20
kilos, me da las gracias, yo les digo: ‘no, a mí no, sino a todo este ejército
de personas’.
Hablamos mal de
la gente que se va de Colombia y resulta que esa gente siente por este país
como sentimos nosotros. Los vi pararse en la iglesia de San Luis en Coral
Gables, que es un barrio chic de
Miami, a mirar cómo hay colombianos que no tienen lo que sí hay en Estados
Unidos, donde cada tres años el Gobierno les cambia la silla de ruedas. En mi
país hay gente que no sale a la calle porque no tiene una silla de ruedas, y se
preguntan ‘cómo es que no vamos a hacer algo por nuestro paisanos’.
Inmediatamente hacen una colecta y recogen 1.600 dólares en una misa. Y otra
gente dijo ‘no traje, pero dónde le consigno’. Así recogimos sólo en Miami
2.700 dólares.
¿Qué representa la Fundación Amar y Servir?
La Fundación es
un puente para unir gente que necesita que le apoyen, con gente que necesita
apoyar. Entonces lo que hacemos es mostrarle a la persona que pueda apoyar que
le estamos ofreciendo un proyecto transparente, que está dirigido a personas
que realmente lo van a aprovechar, no para seguir pidiendo limosna sino para
dejar esa situación de mendicidad.
Le estamos
diciendo a quienes se están presentando, que hay mucha gente que quiere ayudar,
pero necesitamos que la propuesta sea clara, que tenga objetivos, no es para
que después vayan a vender las sillas, porque para entregarlas visitamos las
familias y las entrevistamos. ¿Por qué? Aquí hay gente que recibe la silla y ya
la tiene vendida. Yo no juzgo a esa persona, sino a la organización que se la
da y que no hace los controles, porque si yo estoy ‘llevado del bulto’ y le
puedo ‘tumbar’ la silla, se la ‘tumbo’, y si le puedo ‘tumbar’ la grabadora, lo
hago. Por eso si la organización no toma las cautelas, está siendo
irresponsable con el donante. No damos hasta que no sepamos quién está
recibiendo.
También damos
garantía al receptor, para que pueda confiar en el donante, quien después no le
va a sacar un voto. O al revés, ‘oiga, cura, garantíceme que esas sillas las
van a usar y que no las veamos mañana en una tienda de objetos de segunda’.
¿De dónde salieron? ¿cómo llegaron a Colombia esas 550
sillas de ruedas?
Esto es una
locura. Un gringo llamado Don Shefferd va a África de vacaciones y se encuentra
a un niño caminando en los muñones. ¿Por qué no está en una silla de ruedas?,
se pregunta como habitante de un país donde toda persona tiene derecho a ella,
si es deportista le dan una especial y si es anciano se la entregan con los
brazos removibles. Y la gente lo mira como preguntándole ‘¿usted de qué planeta
viene? ¿de qué Estado nos habla?’. Y el tipo se queda loco y empieza a entender
que el bienestar social sólo se da en Europa, Japón y Estados Unidos, porque en
el resto del mundo se los llevó el ‘Chiras’. En países como el nuestro quien es
discapacitado se fregó y fregó a la familia.
El man se
quiebra y empieza a rebuscarse ingenieros, ruedas de bicicleta, repuestos y
arma una silla de ruedas hechiza. Regresa ‘perforado’ a su país y empieza a
diseñar un sistema para poder donar sillas de ruedas para el resto del mundo.
Pero él piensa que si entrega sillas tradicionales, qué pasa con una persona
que no tiene control de esfínteres. Se pudre la lona y a archivar la silla,
porque dónde en la selva o en el desierto va a encontrar un taller de garantía
de las sillas marca tal. Porque en los países desarrollados sí los tienen, y se
les pueden mandar, las arreglan y las devuelven; pero aquí en una vereda qué
garantía funciona.
Concluye que es
absurdo regalar sillas de ruedas de las tradicionales, porque supone un departamento
de servicios que no va a existir, y se cranea una silla rimax que se encuentra
en cualquier lugar de mundo. Son unas sillas de inyección de plástico que si se
dañan se cambian por otra. La estructura son tubos, dos ruedas de bicicleta con
el aro para manejarlas y una bomba para echarles aire. Están pensadas para que
las ‘piratiemos’ y que las personas que las vean puedan hacerlas, repararlas,
mejorarlas.
Entonces cuando
este amigo soñó esta vaina, nosotros no sabíamos. Nos enteramos porque una colombiana
las conoció, se enteró que regalaban 550 sillas y me escribió diciéndome que
había que conseguir los patrocinadores. ‘¿Qué hago con ese montón de sillas?,
le dije hace tres años. Hace año y medio los colombianos de Miami volvieron a
conocer el proyecto y me insistieron. Ahí empecé a contemplar la idea.
Las sillas son
hechas en China, han entregado 310 mil en todo el mundo pero Colombia no había
recibido por todos los líos de importación. Por ejemplo a Perú han llegado 12
mil y a El Salvador 9 mil. Ante eso me puse a averiguar y a través de los
rotarios hallaron una compañía de importación aduanera que quería ayudarnos.
Luego vinieron las cadenas de solidaridad, pero nos encontramos con el problema
de la importación, que nos valía como 8 mil dólares, y no teníamos plata para
darle al Gobierno. Entonces se nos aparece un ángel que es Ana María González,
de Acción Social, quien nos dice que había un camino: que se las donen a Acción
Social y esa entidad se las entrega a la Fundación Amar y Servir para que las
distribuyamos. Y se salvaron las sillas.
¿Qué costo tiene una de estas sillas ‘pirateables’?
44 dólares (80
mil pesos) puesta en puerto colombiano. Esa risa suya es la de todo el mundo,
porque la silla más barata que conseguíamos vale 485 mil pesos, de lona.
Asombroso, 44 dólares puede ser la felicidad de una
persona.
De una, no. Del
enfermo, de la familia, de los vecinos. Es que si es empujar una silla
cualquiera puede hacerlo, pero cargar a alguien es más difícil.
¿Cómo ven su trabajo los demás jesuitas?
Total apoyo. El
padre Gerardo Arango fue provincial y nos acaba de dar una nueva sede aquí en
el San Pedro Claver. El provincial actual es compañero mío de estudios y nombró
en la junta directiva de la Fundación a dos jesuitas de los más cualificados
que tenemos: el asistente para asuntos sociales y el director de los centros de
espiritualidad.
En este momento
se está realizando un bazar en el Colegio San Bartolomé La Merced, de Bogotá,
que es un colegio ‘pijo’ como dicen, y nos dieron un stand para presentarles una propuesta a las madres de familia. Decirle:
‘mamá, usted está cansada de que le regalen refractarias, planchas y pañoletas.
Quisiera que su hijo, que desde que se volvió grande no quiere que ni lo lleve
al colegio porque le da oso, le regalara
mejor comportamiento o más abrazos, que su marido le regalara más besos,
entonces le proponemos que les escriba una carta y dígales que son el mejor
regalo que Dios le ha dado y dígales por qué, cosas que usted no les dice por
estarlos cantaleteando, propóngales que lo que le vayan a regalar se lo den en
dinero para 3.000 mujeres que en la Fundación estamos apoyando en el oriente
antioqueño, Magdalena Medio, Cartagena y Tierralta, Córdoba.
Entonces nos
dieron un stand en el que estamos
presentando el testimonio de María Ofelia Cardona, a quien le mataron cuatro
hermanos, a su hermana la asesinaron embarazada y a ella la violaron. Una mujer
que debería estar odiando o armada hasta los dientes, quien dice: ‘les puedo
hablar sin llorar porque he curado mi corazón, porque tengo tres hijos a los
que les estoy enseñando a perdonar. Quiero que conozcamos la verdad, pero no
que odien’.
¿Ese lenguaje descomplicado que usted emplea obedece a
una estrategia de mercadeo porque se les están yendo los fieles o es la forma
de llegarle a la gente de estos tiempos que no comprende una misa en latín?
He sido así
desde que estaba estudiando en el San Pedro. En varias ocasiones casi me echan.
Una vez tiramos unos ‘pedos químicos’ en clase de dibujo y esta vaina se puso
insoportable, hediondo. El rector buscó quién había sido y dijimos ‘todos
fuimos’. Pues nos clavaron una semana a las 5 de la madrugada, hasta que me
dijeron que confesara porque estaban mamados de que nos tuvieran ‘clavados’.
Siempre he sido un poco díscolo, en parte porque mi papá era un tipo franco. He
tenido dificultades porque hay espacios donde la gente dice ‘oiga, no sea mal
hablado. Usted está predicando una misa, cómo dice esas palabras’, soy
respetuoso y si veo que la gente se incomoda, cambio el lenguaje, porque no
vine ni a escandalizar ni a ofender; pero cuando veo que esto lo que hace es
despertar al que estaba dormido y se pregunte ‘cómo así que dijeron no joda o
marica’, cuando empiezan a ver que les hablo ahí como les hablo en la calle o
cuando estoy buscando fondos para la Fundación, comprenden que la misa no puede
ser un lugar para todos ser buenos y después ir a jodernos unos a otros en la
calle. Eso no tiene ninguna lógica, o que soy buena gente si le voy a pedir
plata, pero una ‘caca’ si le voy a llamar la atención. No, hay que ser de un
genio parejito.
No todos somos
así y tengo compañeros jesuitas que tienen una forma de hablar, la gente les
coge el mensaje y están haciendo un bien enorme; y si yo llego a hablarles
salen corriendo y van a decir ‘ese tipo no es un cura, es un infiltrado’. Es
como encontrar cada uno el zapato y la horma de su zapato. En la misa del
barrio La Soledad donde celebro los sábados a las 8 de la noche hay gente que
se ha retirado, pero me están llegando otros. Es la misa de los que estuvieron
rumbeando por La Calera y dicen ‘¡miércoles!, ya sé dónde hay misa a las 8,
vamos donde esa cura loco’.
Uno va
ubicándose, pero hay una preocupación y es que las iglesias se nos están
llenando de viejitos, que los quiero, pero se van muriendo y si no hay quién
los reemplace, pues el último apague la luz y guarde el Santísimo. Si no
logramos conectar con el lenguaje de la gente joven, si no logramos aceptarlos
que lleguen con el pelo azul, con el piercing
en la lengua, con los pantalones descaderados, que no se arrodillen… si
sigo controlando que el vestido de la jovencita sea inmundo y deba salirse
porque es una vergüenza, pues se va ella y se van diez más, porque dicen ‘este
cura qué le pasó’.
En la última
misa un niño estaba llorando y yo veía a todo el mundo mirando para arriba.
Entonces dije, ‘a la mamá del niño quiero decirle que estoy fresco, porque cada
vez que llora me llena de alegría y sé que alguien va a estar aquí dentro de 20
años. Así que tranquila, y si alguno más tiene niños y lloran, tráiganlos,
porque ellos tienen que verlos a ustedes aquí en misa. Tenemos que crear
condiciones para que nos reemplacen, porque si quiero que alguien se meta de
cura no va a ser aquel señor que ya está casado o esa señora de 70 años, tiene
que ser un ‘pelado’ y tengo que hacerle creer que lo que yo hago le da sentido
a la vida de la gente y que él piense que puede ser útil para los demás. Pero
si soy un tipo cansón, que la gente va porque es el portero del Cielo y toca
mamarnos al portero del Cielo porque es el de la llave, no sirve, porque un día
la gente puede decir ‘no voy al Cielo y ¿qué pasa?’, y son expresiones que se
escuchan hoy.
¿Entonces para usted es más pecado no hacer nada por
la gente que aguanta hambre que decir marica?
Totalmente. Pero
no solamente yo y eso me alegra. Ahora han hecho un boom, un poco tendencioso, con los nuevos pecados que puso el Papa
Benedicto XVI, pero qué es lo que está diciendo: dejen de ser hipócritas.
¿Padre de que me confieso si no he matado a nadie? Pues no ha cogido un
revólver, pero cada vez que usted maltrata a un empleado y le dice inútil, le
está generando un problema de autoestima que el tipo se va a sentir una basura.
Usted puede decir ‘mi rey’, ‘mi amor’, ‘querido’, pero si está pagando unos salarios
miserables, le atrasa el aumento o le paga en cheque y el de afuera se lo
cambia y se queda con el 10 por ciento y usted va ‘en coche’ con ese tipo,
¡deje de ser hipócrita!
Lo que el Papa
dijo no es que estemos inventando más pecados, sino que esto es parte de esto,
dejen de ser hipócritas. ‘No, que yo santifico las fiestas, pero cuando se
acaban me voy a rumbear, hago barbaridades y resulto metiéndome con la
secretaria a la que tengo palabreada porque la pobre sabe que si no acepta se
queda sin empleo y de ella depende la mamá’, hombre, ¡no sea miserable! Es eso,
pero no es invento mío gracias a Dios y en estos momentos la Iglesia los pone
para todos en todo el mundo.
¿Entonces quién es Dios?
Dios es el amor
más grande que yo puedo saber que alguien tiene por mí. No es un viejo, no es
un barbado, no es la energía, no es el sol… Yo he sentido amor, me he
enamorado, siento que me aman, el amor de mi mamá, mi papá, mis hermanas, mis
amigos… Tuve una cirugía hace algún tiempo y había gente que estaba cuatro y
cinco horas al pie y mi mamá me preguntaba quién es y yo le decía ‘son
compañeros míos de la comunidad’. Luego me decía ‘parece un hermano suyo’ y le
contestaba ‘es que es un hermano mío’.
He experimentado
qué es ser amado y también he amado. Para mí Dios es la totalidad de eso que
siento. Es eso sin límite de despedidas, de rupturas, y eso lo puedo decir
porque Jesús que es la presencia de Dios, ese hombre del que hoy se escriben
miles de cosas, que fue como usted y como yo, que tuvo sueño, cansancio, miedo,
supo que Dios lo amaba y por eso fue capaz de llegar hasta donde llegó. Cuando
uno logra ese amor, uno empieza a recular, pero Jesús sentía el amor de Dios de
tal forma que echó pa’lante.
Cada vez que
estoy a punto de tirar la toalla viene a mi mente Jesús en el huerto diciéndole
al Padre ‘pasa de mi este caliz’, o sea, no quiero que me cojan Pilatos ni
Herodes, ya sé para dónde voy. Haga alguna vaina, me disfrazo, me voy, pongan a
Pedro a que diga que es Jesús y me pierdo, que es lo que usted y yo sentimos
muchas veces. Pero lo que lo lleva a decir no se haga lo que yo quiero sino lo que
tu quieres, es porque él sentía el amor del padre dentro de él, que lo llenaba
de una fuerza, que es la que me lleva a mi y a los voluntarios de la Fundación
a decir ‘volvamos a empezar’.
Los voluntarios
trasnochan y los llaman los hijos y ellos les piden que acuesten al hermanito o
que calienten la comida. Al escuchar eso yo digo, ‘marica, esta gente sabe lo
que es el amor de Dios’.
¿En términos de paga por lo que hicieron, que les
espera al asesino, al narcotraficante, al parapolítico, al corrupto, al
agiotista, al pederasta… y a quienes pasan de agache con sus compromisos como
ciudadanos y como hijos de un Dios?
Hace 17 años yo
estaba en Cúcuta y mi superior era un paisa que se había ido para África como
misionero y mientras tanto nacieron sus sobrinos, crecieron y nunca los gozó.
Cuando regresó a Colombia una de las cosas que quería hacer era volver a estar
con su familia. Entonces se fue a Medellín y se encontró con uno de 16 y otro
de 17 años en una finca de Rionegro. Uno de ellos, con la fiebre de manejar,
pidió la camioneta prestada para ir a comprar algo que quería la mamá. Se van y
de pronto un retén de la Policía, en la época de Pablo Escobar que no se sabía
de quién eran los retenes. Los ‘chinos’ no paran, les disparan y los matan.
Jaime me llama y me dice que no regresa al día siguiente porque tiene que hacer
el entierro de sus sobrinos. Cuando viene a la semana nos dice que lo único que
les manifestó a sus hermanas es que se debía investigar qué paso y que se
hiciera justicia, ‘pero no tenemos que dejar entrar en el corazón ni el odio ni
la venganza, porque si no esas balas nos van a matar también a nosotros. La
mejor forma de guardar su memoria es exigir claridad, es nuestra obligación
moral, pero no dejemos que nuestro corazón termine perforado por las balas’.
Esa vaina me
taladró. Porque que alguien eche ese cuento como cura en un púlpito para los
otros, listo, pero es que eran sus sobrinos por los cuales hacía tres días me
había dicho que no sabía la alegría que sentía por poderlos casar el día de
mañana.
Con todo este
proceso con 3.000 mujeres, hijas, mamás, esposas de personas asesinadas,
desaparecidas, secuestradas por la guerrilla o por los ‘paras’, lo que les
estamos diciendo es que hay que llenarse perdón. Vamos a exigir que reparen y
si hay que pagar 1.000 millones, que los reclamen, y vamos a buscar el mejor
abogado para que se los paguen, y vamos a hacer que eso no se olvide y que haya
una plaza que lleve el nombre de los mártires de Cocorná o de Restrepo, y que
estén las fotos o un bronce, y que en las escuelas se enseñe que aquí hubo una
masacre que no se puede volver a repetir, como en Europa hoy se enseña el
genocidio nazi y hay museos para ir a ver las barbaridades que hicieron los
nazis con los judíos, ¡para que no se repita, carajo!
Les decimos ‘si
ustedes no perdonan, sus hijos seguirán la guerra’. Si usted cuando ve a (Salvatore)
Mancuso, a (Manuel) Marulanda o a cualquiera de las personas que ha afectado a
su familia, puede decir ‘yo lo perdono y lo que no quiero es que venga alguien
a reemplazarlo, señor Mancuso. De qué me sirve que usted se arrepienta y lo
extraditen, si hay 40 ó 50 pelados con la mitad de su edad, mucho más salvajes,
dispuestos a coger el negocio que usted tenía. O señor Marulanda, si a usted lo
cogen preso, habrá 200 muchachos dispuestos a seguir con lo que usted hacía’.
Entonces si no rompemos con esa cadena de violencia no estamos sembrando nada,
estamos arando en el mar.
¿De no haber sido sacerdote jesuita estaría en el
monte con un fusil al hombro como Camilo Torres, Manuel Pérez o Domingo Laín,
quienes murieron defendiendo unas ideas revolucionarias?
No, hermano,
porque en mi trabajo me ha tocado celebrar la misa a la guerrilla, atenderlos,
confesar guerrilleros, familiares de guerrilleros, ver sacerdotes guerrilleros
y cuando hablaba con ellos llega un momento en que no hay respuesta a preguntas
como ¿ustedes están hablando en nombre de la gente, pero cuándo les preguntaron
si los querían como sus representantes?, porque cuando uno habla con los
campesinos dicen que es que les toca porque tienen un pum-pum en la mano y
entonces qué hacen.
En los años 70
pensaba que yo era la voz del pueblo y Medellín lo dijo: ‘somos la voz de los
sin voz’ y en un tiempo que lo hice me pregunté ‘¿a mí quién me nombró? y,
segundo, por qué no le ayudo a recuperar la voz a esa gente. ¿Por qué uno dice
un momentico, no hable por mi, yo sé hablar, déjeme yo hablo? No me gusta que
nadie hable por mí, ¿entonces yo por qué hablo por los demás? ¿por qué más bien
no les ayudo a hablar? ¿a aprender decir a, b, c? ¿a tener seguridad de lo que
dicen? ¿a tener información para poder opinar? Y ahí tenemos la diferencia.
Yo no me puedo
erigir en representante de otro, con armas o sin armas, porque hay políticos
que no los ha nombrado nadie y representan a la gente y la gente dice ‘es que
el doctor es el que nos da empleo. Yo no sé que va a hacer en el Concejo pero
es que ya tiene a un hijo trabajando y son 15 voticos que le levanto y estamos
arreglados’. ¿Qué diferencia hay entre eso y ‘si ustedes no me dan un hijo
tienen que irse de aquí’? Un chantaje igual.
Esa apuesta
nunca estuvo en mi horizonte. Tuve compañeros que se fueron y están muertos;
otros que salieron y dijeron vemos que eso no es.
La sonrisa de un mutilado
La vida le
sonreía al soldado profesional Luis Alfredo Celis Ramírez hasta que el 1 de
junio de 1990, cuando se encontraba de patrullaje en el sector de Mico Ahumado,
sur del departamento de Bolívar, piso una mina antipersona sembrada por el
Ejército de Liberación Nacional (ELN) y perdió su extremidad derecha.
Hoy, con una
pensión de 659 mil pesos, sobrevive vendiendo chance, está validando el
bachillerato y en sus ratos libres hace deporte sin importarle que deba
recurrir a su prótesis.
Celis le da
gracias a Dios por haberlo dejado vivo y piensa que con el calor de su familia
saldrá adelante. Da por superado el trauma y dice que no ha caído en el licor
ni en el cigarrillo. Su optimismo, alentado por las prácticas de atletismo en
el anillo vial, se ha fortalecido gracias a la mano que le extendió la
Fundación Amar y Servir, que el pasado 19 de abril le entregó una silla de
ruedas.
Otro soldado,
Marcos Medina, fue quien le comentó sobre la existencia de la Fundación, a
donde Celis acudió en busca de ayuda, estudiaron su caso y hoy cuenta con una
silla que le facilitará sus desplazamientos. “Dios sabrá cómo compensarles. Le
agradecemos al padre Serrano por la gran labor social que está haciendo en
Bucaramanga y en todo el país”, dice.
No hay comentarios:
Publicar un comentario