sábado, 22 de diciembre de 2012

Carmelita murió de pena moral


Carmelita Amaya murió a los 93 de edad, señorita, sin conocer un computador ni tener un celular y en la más absoluta pobreza.
No medía más de 1,50 metros, su piel estaba ajada por el Sol, no usaba zapatos y sobrevivía merced a la caridad oficial. Jamás pisó una escuela y por siempre creyó que allende la Laguna de Tota no existía nada más.

La conocí en el año 2000 en la vereda Chincuá, del municipio de Pesca, un pueblo pobre extraviado en el tiempo y en las montañas de Boyacá.

La cuarteada cara de Carmelita, coronada por un viejo sombrero remendado, se asomaba cada mañana por la puerta de su ranchito de bahareque, para luego sentarse en una piedra a cardar lana hasta que cayera la tarde.

Esa rutina sólo era interrumpida por los ladridos de su perra Pinina, que pedía agua y comida, y para ordeñar su vaca, que le daba la leche suficiente para no desfallecer. Su gallina milagrosamente engordaba con lombrices que extraía de la tierra.

No poseía otro bien terrenal, pero ningún día se ahorró la sonrisa que le aportaba más y más arrugas.

Su vista intacta le permitía ver la torre de la iglesia del pueblo a la distancia, a donde cada domingo acudía a misa de 10 de la mañana, y las enormes cárcavas que ha dejado la erosión.

Por esa razón daba gracias a Dios por las gotas de lluvia que esporádicamente le regalaba, las cuales almacenaba con celo en una olla de aluminio y en el tanque del lavadero que le construyó don Juan Rincón, su mecenas.

Él, un ingeniero químico oriundo de la región, fue quien se apiadó de Carmelita y le permitió ampararse bajo el techo de zinc.

Don Juan nunca entendió por qué el padre de Carmela, propietario de una extensa finca en Pesca, la desheredó, vendió el terreno y la dejó en la física inopia junto a su madre.

Cada vez que la iba a visitar, ella se lo agradecía con un café servido en un pocillo esmaltado en el que había que usar el dedo índice para tapar el agujero mientras aligeraba los sorbos.

Cocinaba en un fogón de leña que había barnizado de hollín todas las paredes y se había colado a su pieza, donde no había más que un catre de madera, dos cobijas de lana, un altar repleto de vírgenes y santos, una estampa plastificada del Divino Niño y un baúl.

Los meses de abril eran idénticos a los de agosto o diciembre. Transcurrían lentamente, mientras Carmelita seguía hilando la lana por la que le pagaban “unos cuantos centavos”.

Y así sucedió durante casi un siglo hasta que en el pasado mes de agosto decidió recorrer el kilómetro y medio hasta el pueblo con el único propósito de ver quién se apiadaba de ella y le suministraba un mendrugo de pan.

Se levantó de madrugada, esperó a que la oscuridad le diera paso a los primeros destellos, se puso su falda morada escocesa y su saco verde, se acomodó el escapulario y empezó el descenso por el camino salpicado de piedras.

Lo hacía con pausa porque su corazón le estaba dando brega, pero de un momento a otro resbaló y cayó pesadamente al suelo.

Inconsciente, fue recogida por un vecino que alcanzó a verla y le ayudó a reponer con el caldo que preparó con su única gallina. Luego la llevó al puesto de salud, donde la enfermera quedó perpleja.

En el esquelético cuerpo de Carmelita caminaban atropelladamente y saltaban al vacío decenas, cientos de pulgas; bichos que nadie sabe desde cuándo estaban desangrando a esta campesina que no se quejaba de nada.

Una vez recuperada, fue trasladada al ancianato, donde las monjas le recordaron a Carmelita que si les hubiera hecho caso vendiendo la vaca recién parida, ese dinero habría servido para cuidarla y hacerle su entierro el día que el Creador decidiera llamarla a su rebaño.

En el asilo Carmelita se sentía extraña, prisionera, inconforme. “¿Por qué me han quitado mi libertad”?, les decía a amigos como Martha Rosa -compañera de don Juan-, quien la visitaba para darle su aliento.

“¿Por qué me han quitado lo único que tengo?”, exclamaba por los pasillos de la casona, con cierto aire de mal humor.

Presta a recuperar ese capital, Carmelita hasta intentó escapar subiéndose al tejado que da a la casa cural, pero no lo logró.

No pasaron más de dos meses después del accidente y Carmelita optó por abandonar su trasegar por este planeta. No estaba dispuesta a pagar semejante precio y falleció el 12 de octubre, el mismo día de su cumpleaños.

Un pariente lejano, de los que siempre aparecen a última hora pero que jamás asomaron su nariz en los largos años de penuria, se hizo presente, vendió la vaca y con parte del dinero cubrió los gastos del sepelio.

Hoy, en el cementerio de Pesca, hay una lápida con el nombre de Carmelita Amaya quien, según sus conocidos, murió de pena moral.

Quedaron las imágenes religiosas y los peroles ahumados. La perra se cansó de esperar y desde enero se trasladó a la casa de don Juan, donde cuida con celo cuatro crías. El baúl desapareció. Alguien, amparado en las tinieblas, lo robó pensando encontrar morrocotas de oro.

 



Carmelita Amaya era una campesina boyacense, que durante sus 93 años de existencia convivió con la miseria absoluta y a pesar de ello no dejó de sonreírle a la vida.

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