Carmelita Amaya murió a los 93 de edad, señorita, sin
conocer un computador ni tener un celular y en la más absoluta pobreza.
No medía más de 1,50 metros, su piel estaba ajada por
el Sol, no usaba zapatos y sobrevivía merced a la caridad oficial. Jamás pisó
una escuela y por siempre creyó que allende la Laguna de Tota no existía nada
más.
La conocí en el año 2000 en la vereda Chincuá, del
municipio de Pesca, un pueblo pobre extraviado en el tiempo y en las montañas
de Boyacá.
La cuarteada cara de Carmelita, coronada por un viejo sombrero
remendado, se asomaba cada mañana por la puerta de su ranchito de bahareque, para
luego sentarse en una piedra a cardar lana hasta que cayera la tarde.
Esa rutina sólo era interrumpida por los ladridos de
su perra Pinina, que pedía agua y comida, y para ordeñar su vaca, que le daba
la leche suficiente para no desfallecer. Su gallina milagrosamente engordaba
con lombrices que extraía de la tierra.
No poseía otro bien terrenal, pero ningún día se
ahorró la sonrisa que le aportaba más y más arrugas.
Su vista intacta le permitía ver la torre de la iglesia
del pueblo a la distancia, a donde cada domingo acudía a misa de 10 de la
mañana, y las enormes cárcavas que ha dejado la erosión.
Por esa razón daba gracias a Dios por las gotas de
lluvia que esporádicamente le regalaba, las cuales almacenaba con celo en una
olla de aluminio y en el tanque del lavadero que le construyó don Juan Rincón,
su mecenas.
Él, un ingeniero químico oriundo de la región, fue
quien se apiadó de Carmelita y le permitió ampararse bajo el techo de zinc.
Don Juan nunca entendió por qué el padre de Carmela,
propietario de una extensa finca en Pesca, la desheredó, vendió el terreno y la
dejó en la física inopia junto a su madre.
Cada vez que la iba a visitar, ella se lo agradecía
con un café servido en un pocillo esmaltado en el que había que usar el dedo
índice para tapar el agujero mientras aligeraba los sorbos.
Cocinaba en un fogón de leña que había barnizado de hollín
todas las paredes y se había colado a su pieza, donde no había más que un catre
de madera, dos cobijas de lana, un altar repleto de vírgenes y santos, una
estampa plastificada del Divino Niño y un baúl.
Los meses de abril eran idénticos a los de agosto o
diciembre. Transcurrían lentamente, mientras Carmelita seguía hilando la lana
por la que le pagaban “unos cuantos centavos”.
Y así sucedió durante casi un siglo hasta que en el
pasado mes de agosto decidió recorrer el kilómetro y medio hasta el pueblo con
el único propósito de ver quién se apiadaba de ella y le suministraba un
mendrugo de pan.
Se levantó de madrugada, esperó a que la oscuridad le
diera paso a los primeros destellos, se puso su falda morada escocesa y su saco
verde, se acomodó el escapulario y empezó el descenso por el camino salpicado
de piedras.
Lo hacía con pausa porque su corazón le estaba dando
brega, pero de un momento a otro resbaló y cayó pesadamente al suelo.
Inconsciente, fue recogida por un vecino que alcanzó a
verla y le ayudó a reponer con el caldo que preparó con su única gallina. Luego
la llevó al puesto de salud, donde la enfermera quedó perpleja.
En el esquelético cuerpo de Carmelita caminaban
atropelladamente y saltaban al vacío decenas, cientos de pulgas; bichos que
nadie sabe desde cuándo estaban desangrando a esta campesina que no se quejaba
de nada.
Una vez recuperada, fue trasladada al ancianato, donde
las monjas le recordaron a Carmelita que si les hubiera hecho caso vendiendo la
vaca recién parida, ese dinero habría servido para cuidarla y hacerle su
entierro el día que el Creador decidiera llamarla a su rebaño.
En el asilo Carmelita se sentía extraña, prisionera,
inconforme. “¿Por qué me han quitado mi libertad”?, les decía a amigos como Martha
Rosa -compañera de don Juan-, quien la visitaba para darle su aliento.
“¿Por qué me han quitado lo único que tengo?”,
exclamaba por los pasillos de la casona, con cierto aire de mal humor.
Presta a recuperar ese capital, Carmelita hasta
intentó escapar subiéndose al tejado que da a la casa cural, pero no lo logró.
No pasaron más de dos meses después del accidente y
Carmelita optó por abandonar su trasegar por este planeta. No estaba dispuesta
a pagar semejante precio y falleció el 12 de octubre, el mismo día de su
cumpleaños.
Un pariente lejano, de los que siempre aparecen a
última hora pero que jamás asomaron su nariz en los largos años de penuria, se
hizo presente, vendió la vaca y con parte del dinero cubrió los gastos del sepelio.
Hoy, en el cementerio de Pesca, hay una lápida con el
nombre de Carmelita Amaya quien, según sus conocidos, murió de pena moral.
Quedaron las imágenes religiosas y los peroles
ahumados. La perra se cansó de esperar y desde enero se trasladó a la casa de
don Juan, donde cuida con celo cuatro crías. El baúl desapareció. Alguien,
amparado en las tinieblas, lo robó pensando encontrar morrocotas de oro.
Carmelita Amaya era una campesina boyacense, que
durante sus 93 años de existencia convivió con la miseria absoluta y a pesar de
ello no dejó de sonreírle a la vida.
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