martes, 25 de diciembre de 2012

Pierre Raymond tiene mucha tela que cortar (o la industria textilera en Santander que llevó al enfrentamiento entre los López y los Caballero)

Un investigador francés reconstruye la historia de una textilera-destilería-chocolatería fundada en los albores del siglo XX en las montañas de Santander por Lucas Caballero Becerra y revela la trama de traiciones y enfrentamientos entre las familias López y Caballero.

Tras siete años de viajes, entrevistas, consulta de cartas, publicaciones y notarías, el investigador francés Pierre Raymond publicó el libro: “Mucha tela que cortar. La saga de una fábrica textil y la pugna de las familias Caballero y López por su control”.
 
Son 380 páginas para nada aburridas en las que este profesor de la Universidad Javeriana reconstruye la vida, pasión y muerte de un proyecto agroindustrial de gran magnitud con el que el abogado, general y terrateniente Lucas Caballero Barrera pretendía modernizar a esa Colombia despedazada por la Guerra de los Mil Días y que terminó convirtiéndose en una ‘quimera’ que hoy tiene a cientos de campesinos en San José de Suaita (sur de Santander) en la ruina y a dos de las familias más pudientes del país recelosas después de décadas de mostrarse los dientes.
 
En abril de 2009 dialogué con este doctor en sociología, quien no solo habla del intento fallido de la Sociedad Industrial Franco-Belga que contó con capital extranjero -algo excepcional para la época- y que vivió una de las huelgas más prolongadas de la historia nacional, sino que relata las aventuras y tropiezos de un hombre que llegó a ser ministro y presidente del Partido Liberal, quien se echó en el bolsillo a unos banqueros europeos pero creyó que éstos buscaban “colocar segura y gratuitamente sus capitales”, sin intuir que lo llevarían al abismo después de haber hipotecado 6.400 hectáreas de bosques, praderas y cultivos.
 
Esta es la crónica publicada por Editorial Planeta de cómo después de 12 meses y 13 trasbordos en barco de vapor por el río Magdalena, ferrocarril, lomo de mula y ‘leñocarril’ -para el que tuvieron que darle forma a miles de troncos por los que los bueyes tirarían la carga- arriban desde Nueva York a Santander más de mil toneladas de equipos para producir unas telas que sin embargo al ser despachadas llegaban húmedas por la lluvia, salpicadas de fango o simplemente manchadas con la sangre de unas bestias maltratadas.
 
Es a la vez el recuento de una interminable serie de desatinos y rivalidades internas entre 1908 y 1982, que empieza por la dispersión de sus actividades, incluyendo un insensato proyecto de molino de trigo en un clima como el de San José de Suaita. Pasando por la compra de equipos de segunda mano, las condiciones de aislamiento derivadas de los caminos de arrieros, la insuficiente mano de obra y de materias primas, la ausencia de un ágil sistema bancario que les obligaba ir a Vélez y Socorro por dinero, la firma de un contrato leonino con los banqueros europeos que por simple comisión se quedaban con el 40 por ciento de las acciones y que se dejaron convencer de Caballero sin hacer estudios de factibilidad o de riesgo.
 
Y, por último, la llegada de Alfonso López Michelsen -a la postre presidente de Colombia e hijo del también mandatario Alfonso López Pumarejo- al seno de la familia Caballero, fruto de su matrimonio con la ‘Niña’ Cecilia, hija de Julio, hermano del general Lucas.
 
Reclamando deudas ‘de honor’ y herencias, López Michelsen se alió con el administrador francés Christian du Rivau para embargar las acciones de los Caballero, obtener beneficio personal y de paso liquidar por la derecha el juicio que estos tenían contra los financistas franco-belgas, sacando de ‘taquito’ al grueso de la ‘estorbosa familia Caballero’.
 
Destapada la conspiración, vendría una tormenta familiar y política en la que las ramas de los Caballero Calderón con Klim a la cabeza y los Caballero Escovar emprendieron su defensa, el Partido Conservador buscó sacar provecho y López Michelsen siguió ‘pataleando’ por décadas.
 
Tras la liquidación de Caballero Hermanos y de la Sociedad Industrial Franco-Belga, se produciría en 1944 el nacimiento de la Fábrica de Hilados y Tejidos de San José de Suaita, López Michelsen se quedaría con el control de la empresa, que en 1981 suspendería actividades y en 1984 sería declarada en quiebra.
 
De la ilusión progresista queda hoy un museo creado por el propio Pierre Raymond -al que se llega por dos trochas en pésimo estado-, quien concluye que “las mismas condiciones de aislamiento junto con la ausencia de un Estado al servicio del desarrollo local, volvieron a dejar a la región en su condición de abandono, letargo y pobreza, pero agregándole, después de tantas ilusiones perdidas, un sentimiento de escepticismo y desengaño”.
 
¿Esta es la historia de una fábrica que no funcionó porque nació muerta, una crónica de amores y odios o el relato de una locura?
 
Es el recuento de toda esta aventura admirable e insensata a la vez. Lo que me fascinó es que de un lado uno ubica en los fundadores, la familia Caballero, un sueño magnífico de desarrollo y de paz para el país, porque hay que pensar que eso se fundó después de la Guerra de los Mil Días con la idea de superar los odios partidistas y dedicar las energías del país a su desarrollo económico.
 
Usted confiesa que su héroe es Lucas Caballero Barrera y lo describe como un hombre culto, inteligente, de golpes de intuición pero sin experiencia, un soñador formado en Estados Unidos y Europa que pensó haber creado -como él lo decía- una “asombrosa máquina de multiplicar dinero en proporciones enormes”. ¿Cómo encaja un personaje de éstos en un paraje rural santandereano?
 
Allí vivían sus ancestros y su sueño era desarrollar su patria chica: San José de Suaita. Lo que pasa es que este hombre de formación de abogado y político no tenía la experiencia suficiente para poder armar un proyecto que tuviera la coherencia suficiente para que funcionara. Él tenía cierta experiencia, pero más de golpes de intuición que de continuidad. Él tuvo negocios de exportación de productos de la tierra y proyectos de minería, pero no los saberes y  experiencia acumulada de capitales que sí tuvieron los antioqueños con el oro y el comercio del café.
 
La suya era una industrialización aristocrática basada en la propiedad de la tierra, mientras que la de los paisas era una industrialización sustentada en la acumulación de capitales.
 
¿Esta ‘locura’ de Caballero es como la de Fitzcarraldo al pretender llevar un barco del Pacífico al Amazonas a través de los selváticos y empinados Andes?
 
No es frecuente, pero para la época sí es una ‘locura’ equiparable a Manuelita, que cuando se instala la fábrica en el Valle del Cauca también toca traer todos los equipos desde el puerto de Buenaventura. El país sufre mucho en ese momento de las consecuencias del radicalismo liberal que no quería ninguna intervención del Estado en nada y entonces las vías quedaron en el abandono. No sé si hasta hoy no sufrimos un poco de esta herencia de malas vías que nos persigue como una maldición.
 
La competitividad, la eficiencia, la misma integración de su mercado interno implica tener buenas vías para todas partes, pero ese no era el caso y siguiendo problemático. ¿Cuánto campesino no tiene dificultad para sacar sus productos porque el transporte vale más que el producto?
 
Ahí es donde Lucas Caballero tropieza por ejemplo con que el ferrocarril de Girardot tiene un ancho de vía distinto al de la Sabana o que al cruzar la laguna de Fúquene porque no había carretera, naufragaron muchas piezas que después le hicieron falta para armar los telares traídos de Nueva York. Es el choque entre anhelos de progreso y falta de vías para llegar al interior del país.
 
El problema de las vías es vital para la integración del mercado nacional. No es que no crea que hay que tener comercio exterior y éste será mucho mejor con buenas vías, porque todos sabemos que es más costoso traer cosas de Buenaventura a Bogotá, que de Japón a Buenaventura. Pero al mismo tiempo las buenas vías son una manera efectiva de tener una Nación más armoniosa, donde por ejemplo el campesino no se sienta aislado y maltratado; y de pronto muchos de los acontecimientos de violencia que hemos tenido en Colombia tienen que ver con este marginamiento y esta sensación de no valer nada.
 
¿El país reconoce los méritos de Lucas Caballero Barrera o cayó en el saco del olvido?
 
El país tiene muy poca memoria histórica y ese me parece uno de los problemas más graves de Colombia, porque no reconoce a sus héroes y tampoco se da cuenta de sus errores para no repetirlos.
 
De 184 telares adquiridos, solamente 87 funcionaban y el resto estaban deteriorados o incompletos, y aún así Lucas Caballero aspiraba a producir más de dos millones de yardas de tela al año. Si la fábrica hubiera alcanzado el tope de su producción, ¿sería de qué dimensión?
 
Si hubiera seguido por lo menos la pauta del barón  Christian du Rivau, que quiso duplicar la capacidad y con equipos modernos, habría superado los 400 trabajadores y en su auge tuvo casi 300. Pero el dinamismo regional que eso hubiera impulsado sería fenomenal, porque las zonas donde todavía se podía cultivar algodón se hubieran explotado y habría difundido la riqueza en la comarca.
 
¿Qué queda hoy de esa gran fábrica?
 
¡Ruinas! También queda una parte que se ha mantenido en pie porque la Fundación Cipriano compró las instalaciones y las tierras, y tiene allí unos niños enfermos mentales o que se están recuperando de la drogadicción, lo cual es una obra interesante que se está desarrollando lamentablemente con cierta incomprensión de la población local. Y el museo, que es otro aspecto curioso, por voluntad de gente de allá para no ser como los demás que pierden su memoria histórica, sino que la quieren conservar. Personas como Orlando Pérez Ovalle se han puesto en la tarea de decir que eso no se puede perder. La concepción del museo es mía, pero sin el apoyo suyo y de la Alcaldía no se hubiera podido hacer.
 
¿Sin el condimento de la disputa entre los López y los Caballero, con actores invitados como un barón francés conspirador que venía de administrar colonias en África y unos jueces sobornables, su libro perdería interés?
 
No, en absoluto. Para mí ese es un aspecto marginal y lamentable, que tocaba contarlo, pero no es lo principal del libro. Lo que pasa es que como tuvo consecuencias fatales en la última fase de la fábrica, entre 1944 y 1981, que estuvo herida a muerte por este conflicto. Es inevitable hablar de eso, pero no esencial porque el libro habla más bien de sueños de desarrollo.
 
Me parece más importante como secreto descubierto el espíritu extorsionista de los banqueros franco-belgas. Lo otro es revelador del interés egoísta de Alfonso López Michelsen, una voluntad más bien de aliarse con el extranjero que de trabajar con sus compatriotas.
 
¿Cómo al gato, la ambición ‘mató’ a Lucas Caballero?
 
No, fue la inexperiencia, más que la ambición.
 
Y a todas estas, ¿cómo han reaccionado ante su investigación las familias involucradas, que siguen teniendo tanto poder como hace un siglo?
 
Yo sé que el periodista Antonio Caballero lo leyó como en tres días y lo apasionó, como es apenas lógico porque es la historia de su familia. Creo que les interesó, pero no ha habido ninguna consecuencia práctica hasta el momento. Él por lo menos no ha escrito sobre el libro y parece que se contentó con leerlo.
 
¿A quiénes les puede incomodar esta trama que usted saca a la luz pública?
 
A ciertas partes de la familia López Caballero, una rama que queda mal servida pero no por voluntad de servirlos mal sino porque se trataba de contar la historia. No es ganas de hundirlos, porque apenas soy un modesto escritor que no puede hundir a nadie. El libro es muy crítico de sus actitudes porque son criticables.
 
Me refiero a dos momentos estelares de la historia: criticable la alianza de Alfonso López Michelsen con los franco-belgas en contra del resto de la familia Caballero y del propio Lucas Caballero Barrera, que fue el prohombre de esta gesta. Eso fue muy poco noble. Y la fase de la quiebra, en la que se nota de manera clara que los accionistas mayoritarios, que en este momento son Juan Manuel López Caballero y Ernesto Michelsen Caballero, tienen toda la intención de quedarse con las tierras, que son unas 500 hectáreas bien ubicadas y con ganado, a costa de los derechos de los trabajadores. Esa es una cosa que me indigna, porque todos somos iguales y aunque no dudo que los López Caballero tengan sus derechos también, pero me parece de un egoísmo extremo haber querido quitar a los obreros lo poco que les quedaba. Y realmente les quedó poquito porque no se pudo parcelar la hacienda para repartirla en proporción a sus derechos, como lo planteaba el abogado Adalberto Carvajal. Ese hubiera sido el mejor regalo para personas que quedaron con indemnizaciones de un millón de pesos para veinte años de trabajo.
 
Más de 500 pensionados y obreros que tenían derechos, porque la fábrica no había contribuido a un fondo para las pensiones y la gente se quedó sin ellas. Una tragedia para gente que trabajó toda su vida en la fábrica y se quedó absolutamente sin ningún dinero.
 
¿Qué hizo por ellos el Incora?
 
Ese instituto jugó un papel muy maluco, porque se opuso diciendo que al repartir la tierra era darle a cada uno menos que la Unidad Agrícola Familiar (UAF), pero eso era un argumento absurdo, primero porque depende como uno trabaje la tierra y con sistemas hoy día de gran intensificación de la producción uno puede vivir con la poca tierra que le correspondiera a cada quien. Lo que se le ofreció a esa gente es morir de hambre, cuando hubieran podido vivir con un poco de tierra, aún con sistemas tradicionales pero con yuca y maíz al menos tenían con qué comer, mientras se mandaba toda esta cantidad de personas a la hambruna o a vivir de sus hijos. La humillación de haber trabajado toda la vida y depender de sus hijos para comer.
 
¿La fábrica de San José de Suaita es el ejemplo de que Santander no es terreno fértil para la industria?
 
El hecho es que no prospera. Ahora, que sea un destino, no lo creo. No creo en los destinos fatales; hay factores explicativos del por qué.
 
Santander puede tener no un gran futuro industrial pero sí a la altura de su importancia en la Nación.
 
 
El sociólogo francés Pierre Raymond es el autor del que es considerado el más documentado y serio análisis del que se tenga cuenta sobre un gran fracaso del empresariado colombiano durante el siglo XX, mientras Coltejer y Fabricato prosperaban en Antioquia pero no con telares planos sino con máquinas modernas.
 
Hasta este ‘leñocarril’ tuvo que apelar el general Lucas Caballero Barrera para echar a andar su conglomerado industrial en Santander, que nació en 1907 y cerró en 1981 primero como Sociedad Industrial Franco-Belga y luego como Fábrica de Hilados y Tejidos de San José de Suaita.
 
Panorámica tomada en 1910 de las fábricas de telas, hilados, chocolates, azúcar y licor con las que los hermanos Caballero pretendían llevar el desarrollo a Santander y luego darían pie a una disputa familiar ventilada en 1944 por El Siglo y El Espectador.
 
Estampa del general Lucas Caballero Barrera, el santandereano que no pudo consolidar el desarrollo de su departamento, con un proyecto que serviría también para apaciguar los espíritus guerreristas de un país desangrado por la Guerra de los Mil Días. Él y sus tres hermanos pretendían establecer una industria según los modelos europeos pero sin perder sus privilegios de hacendados.

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