Un investigador francés reconstruye la historia de una
textilera-destilería-chocolatería fundada en los albores del siglo XX en las
montañas de Santander por Lucas Caballero Becerra y revela la trama de traiciones
y enfrentamientos entre las familias López y Caballero.
Tras siete años de viajes, entrevistas,
consulta de cartas, publicaciones y notarías, el investigador francés Pierre
Raymond publicó el libro: “Mucha tela que cortar. La saga de una
fábrica textil y la pugna de las familias Caballero y López por su control”.
Son 380 páginas para nada aburridas en las que
este profesor de la Universidad Javeriana reconstruye la vida, pasión y muerte de
un proyecto agroindustrial de gran magnitud con el que el abogado, general y
terrateniente Lucas Caballero Barrera pretendía modernizar a esa Colombia
despedazada por la Guerra de los Mil Días y que terminó convirtiéndose en una
‘quimera’ que hoy tiene a cientos de campesinos en San José de Suaita (sur de
Santander) en la ruina y a dos de las familias más pudientes del país recelosas
después de décadas de mostrarse los dientes.
En abril de 2009 dialogué con este doctor en sociología, quien
no solo habla del intento fallido de la Sociedad Industrial Franco-Belga que
contó con capital extranjero -algo excepcional para la época- y que vivió una
de las huelgas más prolongadas de la historia nacional, sino que relata las
aventuras y tropiezos de un hombre que llegó a ser ministro y presidente del Partido
Liberal, quien se echó en el bolsillo a unos banqueros europeos pero creyó que
éstos buscaban “colocar segura y gratuitamente sus capitales”, sin intuir que
lo llevarían al abismo después de haber hipotecado 6.400 hectáreas de bosques,
praderas y cultivos.
Esta es la crónica publicada por Editorial
Planeta de cómo después de 12 meses y 13 trasbordos en barco de vapor por el
río Magdalena, ferrocarril, lomo de mula y ‘leñocarril’ -para el que tuvieron
que darle forma a miles de troncos por los que los bueyes tirarían la carga- arriban
desde Nueva York a Santander más de mil toneladas de equipos para producir unas
telas que sin embargo al ser despachadas llegaban húmedas por la lluvia,
salpicadas de fango o simplemente manchadas con la sangre de unas bestias
maltratadas.
Es a la vez el recuento de una interminable
serie de desatinos y rivalidades internas entre 1908 y 1982, que empieza por la
dispersión de sus actividades, incluyendo un insensato proyecto de molino de
trigo en un clima como el de San José de Suaita. Pasando por la compra de
equipos de segunda mano, las condiciones de aislamiento derivadas de los
caminos de arrieros, la insuficiente mano de obra y de materias primas, la
ausencia de un ágil sistema bancario que les obligaba ir a Vélez y Socorro por
dinero, la firma de un contrato leonino con los banqueros europeos que por
simple comisión se quedaban con el 40 por ciento de las acciones y que se
dejaron convencer de Caballero sin hacer estudios de factibilidad o de riesgo.
Y, por último, la llegada de Alfonso López
Michelsen -a la postre presidente de Colombia e hijo del también mandatario
Alfonso López Pumarejo- al seno de la familia Caballero, fruto de su matrimonio
con la ‘Niña’ Cecilia, hija de Julio, hermano del general Lucas.
Reclamando deudas ‘de honor’ y herencias,
López Michelsen se alió con el administrador francés Christian du Rivau para
embargar las acciones de los Caballero, obtener beneficio personal y de paso
liquidar por la derecha el juicio que estos tenían contra los financistas franco-belgas,
sacando de ‘taquito’ al grueso de la ‘estorbosa familia Caballero’.
Destapada la conspiración, vendría una
tormenta familiar y política en la que las ramas de los Caballero Calderón con Klim a la cabeza y los Caballero Escovar
emprendieron su defensa, el Partido Conservador buscó sacar provecho y López
Michelsen siguió ‘pataleando’ por décadas.
Tras la liquidación de Caballero Hermanos y de
la Sociedad Industrial Franco-Belga, se produciría en 1944 el nacimiento de la
Fábrica de Hilados y Tejidos de San José de Suaita, López Michelsen se quedaría
con el control de la empresa, que en 1981 suspendería actividades y en 1984
sería declarada en quiebra.
De la ilusión progresista queda hoy un museo
creado por el propio Pierre Raymond -al que se llega por dos trochas en pésimo
estado-, quien concluye que “las mismas condiciones de aislamiento junto con la
ausencia de un Estado al servicio del desarrollo local, volvieron a dejar a la
región en su condición de abandono, letargo y pobreza, pero agregándole,
después de tantas ilusiones perdidas, un sentimiento de escepticismo y
desengaño”.
¿Esta
es la historia de una fábrica que no funcionó porque nació muerta, una crónica
de amores y odios o el relato de una locura?
Es el recuento de toda esta aventura admirable
e insensata a la vez. Lo que me fascinó es que de un lado uno ubica en los
fundadores, la familia Caballero, un sueño magnífico de desarrollo y de paz
para el país, porque hay que pensar que eso se fundó después de la Guerra de
los Mil Días con la idea de superar los odios partidistas y dedicar las
energías del país a su desarrollo económico.
Usted
confiesa que su héroe es Lucas Caballero Barrera y lo describe como un hombre
culto, inteligente, de golpes de intuición pero sin experiencia, un soñador formado
en Estados Unidos y Europa que pensó haber creado -como él lo decía- una
“asombrosa máquina de multiplicar dinero en proporciones enormes”. ¿Cómo encaja
un personaje de éstos en un paraje rural santandereano?
Allí vivían sus ancestros y su sueño era
desarrollar su patria chica: San José de Suaita. Lo que pasa es que este hombre
de formación de abogado y político no tenía la experiencia suficiente para
poder armar un proyecto que tuviera la coherencia suficiente para que funcionara.
Él tenía cierta experiencia, pero más de golpes de intuición que de
continuidad. Él tuvo negocios de exportación de productos de la tierra y
proyectos de minería, pero no los saberes y
experiencia acumulada de capitales que sí tuvieron los antioqueños con
el oro y el comercio del café.
La suya era una industrialización
aristocrática basada en la propiedad de la tierra, mientras que la de los
paisas era una industrialización sustentada en la acumulación de capitales.
¿Esta
‘locura’ de Caballero es como la de Fitzcarraldo al pretender llevar un barco
del Pacífico al Amazonas a través de los selváticos y empinados Andes?
No es frecuente, pero para la época sí es una
‘locura’ equiparable a Manuelita, que cuando se instala la fábrica en el Valle
del Cauca también toca traer todos los equipos desde el puerto de Buenaventura.
El país sufre mucho en ese momento de las consecuencias del radicalismo liberal
que no quería ninguna intervención del Estado en nada y entonces las vías
quedaron en el abandono. No sé si hasta hoy no sufrimos un poco de esta
herencia de malas vías que nos persigue como una maldición.
La competitividad, la eficiencia, la misma
integración de su mercado interno implica tener buenas vías para todas partes,
pero ese no era el caso y siguiendo problemático. ¿Cuánto campesino no tiene
dificultad para sacar sus productos porque el transporte vale más que el
producto?
Ahí es
donde Lucas Caballero tropieza por ejemplo con que el ferrocarril de Girardot
tiene un ancho de vía distinto al de la Sabana o que al cruzar la laguna de
Fúquene porque no había carretera, naufragaron muchas piezas que después le
hicieron falta para armar los telares traídos de Nueva York. Es el choque entre
anhelos de progreso y falta de vías para llegar al interior del país.
El problema de las vías es vital para la
integración del mercado nacional. No es que no crea que hay que tener comercio
exterior y éste será mucho mejor con buenas vías, porque todos sabemos que es
más costoso traer cosas de Buenaventura a Bogotá, que de Japón a Buenaventura.
Pero al mismo tiempo las buenas vías son una manera efectiva de tener una
Nación más armoniosa, donde por ejemplo el campesino no se sienta aislado y
maltratado; y de pronto muchos de los acontecimientos de violencia que hemos tenido
en Colombia tienen que ver con este marginamiento y esta sensación de no valer
nada.
¿El
país reconoce los méritos de Lucas Caballero Barrera o cayó en el saco del
olvido?
El país tiene muy poca memoria histórica y ese
me parece uno de los problemas más graves de Colombia, porque no reconoce a sus
héroes y tampoco se da cuenta de sus errores para no repetirlos.
De 184
telares adquiridos, solamente 87 funcionaban y el resto estaban deteriorados o
incompletos, y aún así Lucas Caballero aspiraba a producir más de dos millones
de yardas de tela al año. Si la fábrica hubiera alcanzado el tope de su
producción, ¿sería de qué dimensión?
Si hubiera seguido por lo menos la pauta del
barón Christian du Rivau, que quiso
duplicar la capacidad y con equipos modernos, habría superado los 400
trabajadores y en su auge tuvo casi 300. Pero el dinamismo regional que eso
hubiera impulsado sería fenomenal, porque las zonas donde todavía se podía
cultivar algodón se hubieran explotado y habría difundido la riqueza en la comarca.
¿Qué
queda hoy de esa gran fábrica?
¡Ruinas! También queda una parte que se ha
mantenido en pie porque la Fundación Cipriano compró las instalaciones y las
tierras, y tiene allí unos niños enfermos mentales o que se están recuperando
de la drogadicción, lo cual es una obra interesante que se está desarrollando
lamentablemente con cierta incomprensión de la población local. Y el museo, que
es otro aspecto curioso, por voluntad de gente de allá para no ser como los
demás que pierden su memoria histórica, sino que la quieren conservar. Personas
como Orlando Pérez Ovalle se han puesto en la tarea de decir que eso no se
puede perder. La concepción del museo es mía, pero sin el apoyo suyo y de la
Alcaldía no se hubiera podido hacer.
¿Sin el
condimento de la disputa entre los López y los Caballero, con actores invitados
como un barón francés conspirador que venía de administrar colonias en África y
unos jueces sobornables, su libro perdería interés?
No, en absoluto. Para mí ese es un aspecto
marginal y lamentable, que tocaba contarlo, pero no es lo principal del libro.
Lo que pasa es que como tuvo consecuencias fatales en la última fase de la
fábrica, entre 1944 y 1981, que estuvo herida a muerte por este conflicto. Es
inevitable hablar de eso, pero no esencial porque el libro habla más bien de
sueños de desarrollo.
Me parece más importante como secreto
descubierto el espíritu extorsionista de los banqueros franco-belgas. Lo otro
es revelador del interés egoísta de Alfonso López Michelsen, una voluntad más
bien de aliarse con el extranjero que de trabajar con sus compatriotas.
¿Cómo
al gato, la ambición ‘mató’ a Lucas Caballero?
No, fue la inexperiencia, más que la ambición.
Y a
todas estas, ¿cómo han reaccionado ante su investigación las familias
involucradas, que siguen teniendo tanto poder como hace un siglo?
Yo sé que el periodista Antonio Caballero lo
leyó como en tres días y lo apasionó, como es apenas lógico porque es la
historia de su familia. Creo que les interesó, pero no ha habido ninguna
consecuencia práctica hasta el momento. Él por lo menos no ha escrito sobre el
libro y parece que se contentó con leerlo.
¿A
quiénes les puede incomodar esta trama que usted saca a la luz pública?
A ciertas partes de la familia López
Caballero, una rama que queda mal servida pero no por voluntad de servirlos mal
sino porque se trataba de contar la historia. No es ganas de hundirlos, porque
apenas soy un modesto escritor que no puede hundir a nadie. El libro es muy
crítico de sus actitudes porque son criticables.
Me refiero a dos momentos estelares de la
historia: criticable la alianza de Alfonso López Michelsen con los
franco-belgas en contra del resto de la familia Caballero y del propio Lucas
Caballero Barrera, que fue el prohombre de esta gesta. Eso fue muy poco noble.
Y la fase de la quiebra, en la que se nota de manera clara que los accionistas
mayoritarios, que en este momento son Juan Manuel López Caballero y Ernesto
Michelsen Caballero, tienen toda la intención de quedarse con las tierras, que
son unas 500 hectáreas bien ubicadas y con ganado, a costa de los derechos de
los trabajadores. Esa es una cosa que me indigna, porque todos somos iguales y
aunque no dudo que los López Caballero tengan sus derechos también, pero me
parece de un egoísmo extremo haber querido quitar a los obreros lo poco que les
quedaba. Y realmente les quedó poquito porque no se pudo parcelar la hacienda
para repartirla en proporción a sus derechos, como lo planteaba el abogado
Adalberto Carvajal. Ese hubiera sido el mejor regalo para personas que quedaron
con indemnizaciones de un millón de pesos para veinte años de trabajo.
Más de 500 pensionados y obreros que tenían
derechos, porque la fábrica no había contribuido a un fondo para las pensiones
y la gente se quedó sin ellas. Una tragedia para gente que trabajó toda su vida
en la fábrica y se quedó absolutamente sin ningún dinero.
¿Qué
hizo por ellos el Incora?
Ese instituto jugó un papel muy maluco, porque
se opuso diciendo que al repartir la tierra era darle a cada uno menos que la
Unidad Agrícola Familiar (UAF), pero eso era un argumento absurdo, primero
porque depende como uno trabaje la tierra y con sistemas hoy día de gran
intensificación de la producción uno puede vivir con la poca tierra que le
correspondiera a cada quien. Lo que se le ofreció a esa gente es morir de
hambre, cuando hubieran podido vivir con un poco de tierra, aún con sistemas
tradicionales pero con yuca y maíz al menos tenían con qué comer, mientras se
mandaba toda esta cantidad de personas a la hambruna o a vivir de sus hijos. La
humillación de haber trabajado toda la vida y depender de sus hijos para comer.
¿La
fábrica de San José de Suaita es el ejemplo de que Santander no es terreno
fértil para la industria?
El hecho es que no prospera. Ahora, que sea un
destino, no lo creo. No creo en los destinos fatales; hay factores explicativos
del por qué.
Santander puede tener no un gran futuro
industrial pero sí a la altura de su importancia en la Nación.
El sociólogo francés Pierre Raymond es el autor
del que es considerado el más documentado y serio análisis del que se tenga
cuenta sobre un gran fracaso del empresariado colombiano durante el siglo XX,
mientras Coltejer y Fabricato prosperaban en Antioquia pero no con telares
planos sino con máquinas modernas.
Panorámica tomada en 1910 de las fábricas de
telas, hilados, chocolates, azúcar y licor con las que los hermanos Caballero
pretendían llevar el desarrollo a Santander y luego darían pie a una disputa
familiar ventilada en 1944 por El Siglo
y El Espectador.
Estampa del general Lucas Caballero Barrera, el
santandereano que no pudo consolidar el desarrollo de su departamento, con un
proyecto que serviría también para apaciguar los espíritus guerreristas de un
país desangrado por la Guerra de los Mil Días. Él y sus tres hermanos
pretendían establecer una industria según los modelos europeos pero sin perder
sus privilegios de hacendados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario