viernes, 26 de febrero de 2016

Del grito victorioso de “¡Firmes Cachirí!” a la caída estrepitosa de un mito santandereano

Un grupo de historiadores y el Periódico 15 recorrieron el campo donde se libró hace 200 años la Batalla de Cachirí, uno de los episodios más cruentos en los anales de un país que le sigue atribuyendo esa consigna al general José Custodio García Rovira -quien no la dijo- y confundiendo el lugar donde se produjo una carnicería humana.

(Crónica publicada en la edición 309 del Periódico 15, en circulación desde el 1 de marzo de 2016. Este trabajo recibió el Premio Departamental de Periodismo 'Luis Enrique Figueroa Rey' en la Categoría Mejor Crónica o Reportaje en Prensa el martes 27 de diciembre de 2016)



Textos y fotografías Pastor Virviescas Gómez
pavirgom@unab.edu.co
Pudieron quedarse en sus casas leyendo columnas de espiritualidad u oyendo misa en latín con el procurador Alejandro Ordóñez o autocondecorándose en la sede de la Academia en la Casa de Bolívar, pero los seis historiadores protagonistas de esta crónica optaron por cumplir la cita de las 6:59 de la mañana del pasado domingo 21 de febrero en la calle 36 con carrera 12.



Su propósito: verificar in situ (en el terreno) dónde está el lugar específico en el que hace exactamente 200 años se libró la Batalla de Cachirí, que dio pie no solamente al grito de guerra de “¡Firmes Cachirí!”, sino que acuñó una frase que muchos santandereanos la han venido repitiendo con orgullo para dar una muestra de su recio carácter.



Una vez en la buseta dieron una vuelta por el parque ubicado frente a la Gobernación de Santander, la Alcaldía de Bucaramanga y la Iglesia de San Laureano, contemplando la escultura del prócer José Custodio Cayetano García Rovira, la frase “¡Firmes Cachirí!” y la placa que rememora la cruenta batalla acaecida hace dos siglos en la Provincia de Soto Norte, más exactamente en las breñas que en el municipio de Suratá se funden con el cielo.



De allí emprendieron la ruta que por la carrera 15 al norte conduce a Matanza y luego a Suratá, una trocha en la que bien podría grabarse una película sobre el siglo XIX. Además del desayuno, la única parada se produjo en un retén de la Policía a la salida de Suratá, sorteado con facilidad cuando uno de los agentes abrió la puerta del vehículo, repasó la cara de los ocupantes y les dijo a sus compañeros: “Déjenlos pasar. Es un grupo de la tercera edad”. Un alivio para todos en una región donde hasta hace una década se enseñoreaban el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).



A esa hora larga le sumarían 90 minutos más hasta arribar a una gran roca que está a la entrada del corregimiento de Cachirí. Una raída bandera de Colombia y una corona de flores de trinitario (veranera) les obligaría a detener la marcha porque es allí donde generaciones de lugareños han repetido que fue a la que se trepó el general García Rovira (Bucaramanga, 1780 - Santafé de Bogotá, 1816) para arengar a sus soldados ese “¡Firmes Cachirí!” cuyo murmullo aún se oye en estas cumbres, en el pasado sembradas de trigo y cebada.



Entonces, documentos en mano, los historiadores fueron notificados –sin anestesia–, que ni fue en ese sitio donde se produjo la Batalla de Cachirí y que tampoco esa frase fue pronunciada por quien el 8 de agosto de 1816 fue fusilado y colgado en una horca por decisión de las tropas realistas que defendían a la corona española de los embates revolucionarios en Hispanoamérica.



Leerían y comprobarían que el chisme lo inventó José María Quijano Otero en 1872 para que los niños lo repitieran en las escuelas públicas, convirtiéndose en un infundio que se ha enseñado durante los últimos 144 años. Decía Quijano Otero en su “Compendio de la Historia Patria” (Imprenta de Medardo Rivas): “Indicaciones para los maestros. Viene de aquella desgraciada batalla la frase que vino a ser proverbio entre los patriotas de ‘¡Firmes Cachirí!’. Estas eran las palabras con que García Rovira exaltaba el entusiasmo de sus soldados, de pie sobre la última trinchera, que defendieron con desesperación. Meses más tarde los pacificadores organizaron un batallón compuesto de los hijos de patriotas, el cual iba siempre destinado al punto más peligroso, y lo llamaron en son de burla Batallón Cachirí. Cuando estos desgraciados jóvenes eran barridos por las balas de sus compatriotas, sobre quienes no hacían fuego, estrechaban las filas y saludaban la muerte con el grito de ¡Firmes Cachirí!”.



Los escolares santandereanos, incluyendo una parte de los que se dicen expertos en la materia, no han hecho más que repetir la fábula de Quijano Otero. Y cuando los gobernantes mandaron a hacer la estatua en 1899 que pusieron en el centro de Bucaramanga, pues simplemente recitaron de nuevo la lección y la escribieron en letras de bronce, como para que no quedara duda alguna. Cómo no iban a comerse el cuento si eso es lo que se enseñaba como historia patria en las escuelas de la República, una ramplona tergiversación de lo que Rafael María Baralt y Ramón Díaz consignaron en “Resumen de la historia de Venezuela desde el año 1907 hasta el de 1830” (Imprenta H. Fournier, 1941).

Esos dos autores dijeron: “El 11 de abril de 1817 a vuelta de las dos de la tarde se avistaron realistas y patriotas entre los pueblos de San Miguel y de San Félix: los primeros eran 1.600 infantes y 200 jinetes, los segundos 500 armados de fusil, otros tantos de flechas, 800 de lanza y cerca de 400 de caballería. La Torre hizo de su gente tres columnas cerradas, guarneciendo sus costados con tropas ligeras y caballería; Piar adoptó una formación contraria, extendió cuanto pudo su línea de fusileros y flecheros, y colocó en segunda fila a los indios lanceros (…) Los realistas sin perder su formación intentaron retirarse, pero en vano; a los pocos instantes, estrechados ya por todas partes, no pudieron hacer uso de sus fuegos. Casi ningún tiro se oyó después: el ruido era de bayonetas y de lanzas, y la brega silenciosa, solemne. De vez en cuando se oía la voz de algún oficial español que animaba los suyos, y frecuentemente la de firme Cachirí con que (Nicolás María) Ceruti, gobernador de Angostura y jefe de estado mayor, quería infundir ánimo a uno de los batallones (…) Con La Torre se salvaron 10 oficiales y 250 soldados casi todos del batallón Cachirí. Refugiados en Guayana la Vieja, regresaron embarcados a la capital Angostura”.



Con una mezcla de asombro y desconsuelo, los historiadores criollos –ataviados con bufandas de cóctel–prosiguieron su recorrido hasta la plaza de Cachirí, donde los recibió un busto de García Rovira–que podría pertenecer al de cualquier militar de su época–,  adornado por una corona de flores y las banderas del departamento de Santander y de Ecuador. Sí, Ecuador. Porque por esas cosas que acontecen en Macondo, la confundieron con la de Colombia y en lugar de la granada de oro, las cornucopias con monedas y frutos tropicales, el gorro frigio enastado en una lanza, el istmo de Panamá, los océanos Pacífico y Atlántico, así como dos buques –entre otros detalles-, lo que allí ondeaba era un tricolor con los signos zodiacales de Aries, Tauro, Géminis y Acuario, el volcán Chimborazo y un barco a vapor surcando el río Guayas. Lo único en común era un cóndor andino en la parte superior, pero este sin la corona de laurel en su pico.



¿Un detalle intrascendente? ¡No! De la mayor importancia pues muestra el fracaso de la enseñanza de las ‘ciencias sociales’ en la educación básica, la ignorancia de los maestros y la falta de patriotismo de toda la sociedad. Un lapsus que en otro país hubiera generado una tormenta y que en estos parajes no provoca sino sonrisas en los pocos que se percatan de la ‘metida de pata’.



Atónitos pero sin perder el entusiasmo, los expedicionarios ascendieron otros 45 minutos por un camino de herradura, bordeando la gélida quebrada “La Violeta”, hasta llegar a un sitio en el que la neblina no les permitía ver más allá de 15 metros. “¡Este es El Boquerón!”, gritó Armando Martínez Garnica, presidente de la Academia de Historia de Santander, con la misma fuerza como si hubiera visto galopar a Simón Bolívar a nada más y nada menos que 2.836 metros sobre el nivel promedio del mar.



Acompañados por dos maestros locales, se apearon con avidez y vieron el imponente estrecho que marca los límites entre Santander y Norte de Santander, en el que una virgen de yeso les dio la bienvenida. Sintieron la historia de Colombia en su piel y en sus huesos. Supieron que una cosa es leer los documentos en un computador, al calor de una copa de brandy y en una poltrona heredada de sus abuelos, y otra es hacer ‘vista de ojos’ del sitio donde sucedieron los acontecimientos. “La experiencia personal es tan profunda que hasta el día de la muerte no podré olvidar El Boquerón cubierto de niebla y una bandera de España en la distancia. Olvidé llevar la bandera del Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada para sentir más emoción”, confesó Martínez Garnica una vez contempló el abrupto paisaje y en la bruma una bandera de cuatro euros (unos 14 mil pesos) de esas que venden en los paradores de España para batir en los partidos de fútbol o para que algún reportero impertinente les juegue una broma a los ‘Doctores de la Academia’ en la otra orilla del ‘charco’.



Esos 21 y 22 de febrero de 1816 se libró la batalla entre el Ejército de Operaciones del Norte, comandado por García Rovira, y la Quinta División del Ejército Expedicionario, encabezado por el coronel español Sebastián de la Calzada, con el apoyo de las compañías de cazadores a cargo del teniente coronel Matías Escuté. El 7 de diciembre del año anterior Cartagena ya había caído en manos de los españoles, que planeaban la reconquista de las provincias del interior del reino, divididas entre realistas y republicanas, enfrascadas en una disputa sin salida. Una de las rutas para llegar a Santafé era por Ocaña, Cachirí, Girón, El Socorro, Vélez y Zipaquirá.



La consulta de los partes militares dados por De la Calzada y el oficial Rafael Sevilla, por un bando, y García Rovira, por el otro, dice que al amanecer del día 22 las tropas españolas diseminadas en táctica de guerrillas con sus bayonetas caladas, sus piezas de artillería y sus cornetas de infantería que tronaban de frente y su eco rebotaba en todas las direcciones, causando la impresión de que tenían rodeado al adversario, que ya retrocedía presuroso hacia sus propias trincheras, “con tropas tan bisoñas, que más de la mitad de los soldados apenas se habían fogueado antes de ver por primera vez al enemigo”, como lo admitió el propio Francisco de Paula Santander.



El balance: Más de mil muertos del bando republicano –entre ellos 40 oficiales–, 200 heridos, 500 prisioneros –de los cuales 28 eran oficiales–, así como 750 fusiles, 300 lanzas y 45.000 cartuchos que pasaron a manos de los realistas, que a su vez registraron 150 hombres entre muertos –incluido el capitán Francisco Daza–y heridos. Demasiado si se le compara con la Batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819), que dejó 113 muertos y 200 heridos.

Según el crudo reporte de Sevilla, quien recorrió el Páramo de Cachirí 76 días después del combate: “El hedor que exhalaban los insepultos cadáveres que yacían en derredor era insoportable”. Muertos y caballos en putrefacción acechados por gallinazos en un “cementerio al descubierto”. Hoy se habla de una fosa común a un kilómetro del pueblo, pero cuando se indaga por el lugar exacto la respuesta es que fue cubierta por la tierra y la maleza de 200 años.



Un cuadro dantesco que lo llevó a reflexionar: “¡Oh, cuántas madres, cuántas esposas tendrían arrojados como perros en aquel campo a los pedazos de su amor! ¡Felices los pueblos que no han sido visitados por esa calamidad que se llama guerra! ¡Desgraciados aquellos en donde esta furia impera!”.



De regreso de El Boquerón, trinando de frío,rezando para que el vehículo sorteara las dos bateas salpicadas de piedras y baches, y cruzando los dedos para que no se soltara un aguacero, los exploradores en lo único que pensaban era en el mute y el cabro sudado que les esperaba en Los Robles, un escampado en el que el cura párroco y sus fieles compartían bazar para recaudar la plata que falta para la remodelación de la iglesia en Cachirí.

Culminaba así la conmemoración de un bicentenario que pasó sin pena ni gloria en los medios de comunicación y en el propio Gobierno, más ocupados en el debate de los vídeos íntimos y los escándalos policíacos.



¿Pero cómo sacar a los propios cachirenses de la convicción de que la Batalla de marras fue en las goteras del poblado, así como de que García Rovira jamás se encaramó a esa piedra a pronunciar una arenga imposible? No hay de otra que poniéndolos a leer, para que así como repiten a pie juntillas la cartilla de don ‘Chepe’ Quijano, deben reformar sus mentes con nuevas lecturas de documentos, abrevando en las mejores fuentes documentales y revisando su relato.



Porque así como el camino de las ciencias es más escabroso que la subida al Páramo de Cachirí con una gallina clueca cacareando y contando las pepas de la camándula para que esos abismos no devoren a los forasteros, la claridad de la ciencia ofende al que ha estado toda la vida en la caverna. Los científicos, y ahí están incluidos estos seis historiadores así como sus colegas que no se le midieron, están en la obligación de decir lo que saben, sin importar que los tilden de herejes o revisionistas.

¿La placa instalada tanto en Bucaramanga como en Cachirí retrata lo ocurrido en la Batalla o es una estampa que más pudo darse en las guerras del Viejo Continente? Esa imagen puede ponerse en cualquier monumento de cualquier país europeo y a todos les queda. El gorro de mariscal de campo aquí no lo conoció nadie y ese escultor hamburgués de nombre Xavier Arnold pudo tranquilamente usar su molde para sacar mil copias y venderlas en todos los ayuntamientos de Europa.



Algún profano preguntaría si la Batalla de Cachirí significó una derrota tan estruendosa para las tropas comandadas por García Rovira –sumada a la de la Cuchilla del Tambo–, amerita tanto culto a un general que más sabía de Derecho y Latín que de estrategias militares? ¿Revaluando su papel se justificaría la escultura levantada en el parque que lleva su nombre? Una respuesta es que hemos vivido muchos siglos en una cultura cristiana, en la que los relatos se hacen con mártires, víctimas y perdedores. García Rovira fue uno de los mártires de 1816, pero como nació en Bucaramanga no es raro que los santandereanos de 1899 quisieran rendir homenaje a su mártir local, a despecho de que fuese perdedor.

¿Es que acaso los cristianos les rinden tributo a los ganadores, a los ricos o a los poderosos? Eso sucede en las culturas protestantes, pero un recorrido por las plazas de Santander llevaría a corroborar un predominio de mártires, víctimas, suicidados, derrotados y perdedores. El día en que se haga la estatua a un ganador neto es porque seremos el estado número 52 de la Unión Americana, diría con sorna –y con no poca razón– algún atrevido. Mientras tanto la estatua del Parque García Rovira se justifica en la ideología de la historia patria y en la ideología cristiana. En uno o dos siglos los expertos analizarán si esas ideologías persisten y se volverá a hablar de esta figura en la que las palomas depositan sus excrementos. 



¿Y si el “¡Firmes Cachirí!” es parte de la identidad de los santandereanos que así se lo creen para mostrarse como valientes y osados, cuando no arrechos, por cuál expresión cambiarla? Se reciben aportes, pero no se puede desechar aquella que se le atribuye al poeta y científico alemán Johann Wolfgang von Goethe –autor de “Fausto”– cuando estaba agonizando en marzo de 1832 en la ciudad de Weimar: “¡Luz, más luz!”.

La derrota en Cachirí además de la renuncia de Camilo Torres Tenorio (1766-1816) a la Presidencia de las Provincias Unidas de la Nueva Granada –fusilado en 1816 dentro del régimen de terror del ‘pacificador’ Pablo Morillo–, provocó un desánimo generalizado y un deseo de salir corriendo, plasmados en la estampida de socorranos hacia Santafé, el traslado del Congreso hacia Popayán, así como la migración del Ejército de Manuel Serviez y de Francisco de Paula Santander hacia el Casanare. Y los que se quedaron en la capital experimentaron una “transfiguración” que con ironía narró el comerciante José María Caballero en su “Diario”: “(…) En todos los balcones y ventanas pusieron banderas blancas y colchas de lo mismo. Este día fue cuando se conocieron sin rebozo los regentistas y los realistas, y fue el día de la transfiguración, como allá en el monte Tabor, porque dentro de una hora –que fue de las diez a las once– se transfiguraron todos de tal modo, que todos los resplandores eran de realistas; aun aquellos patriotas distinguidos se transfiguraron, que por los muchos resplandores yo no conocía a ninguno. Día maravilloso, ya se ve, día en que de nuevo se nos han remachado los grillos y las cadenas; y ahora sí que es de veras nuestra esclavitud (…) Las mujeres era cosa de ver cómo salieron como locas por las calles con banderitas y ramos blancos, gritando vivas a Fernando VII, entraron en tumulto al Palacio y cubrieron los balcones, y a las once que entraron los curros, ellas desde el balcón les echaban vítores con mucha alegría y algazara. La plaza se llenó de gente, con ser que más de media ciudad había emigrado”. En las tropas del sur, recordaría el general Pedro Alcántara Herrán, por esos días sonaba una tonada que decía: “Guerreros de Cachirí,/ en Popayán no hay corneta,/ calad bien la bayoneta/ y no correréis así”.



Entre quienes huyeron despavoridos se contaban los hermanos José Francisco y Manuel Pereira Martínez, naturales de Cartago, y otros tres compañeros que como alma que lleva el diablo se refugiaron en las selvas del camino del Quindío, hecho que terminó produciendo un efecto inesperado: el poblamiento de la aldea de Pereira, en la frontera entre las Gobernaciones de Antioquia y Popayán.


Hablar de esta Batalla –diría el profano–, no da votos, y el relato histórico les sirve a las autoridades lo mismo que los bolsillos de las pijamas. Si apenas seis académicos se dejaron ver por el páramo, confiar en vano sería esperar al gobernador, a los diputados o alguna delegación que al menos por los viáticos y los quesos cremosos cachirenses asomara sus narices por estas latitudes en las que ya no cabalga ningún libertador.


miércoles, 3 de febrero de 2016

Estrella de mar


Viene de Sudáfrica y la topé en un vivero en las afueras de Villa de Leyva (Boyacá). Su colorido y textura me llamaron la atención. Estaba en un rincón, sobre una tabla, como si se camuflara para que ningún forastero la viera. Aquí se las dejo para que la disfruten. También le dicen Cactus Estrella de Mar.