Con nombre de otro lugar del planeta, Nahum
Montt es hoy una de las figuras de la literatura colombiana. Con su novela
“Lara”, sobre el ministro de Justicia acribillado por los narcos, está dando
mucho de qué hablar.
El día en que a
Nahum Montt le ordenaron subirse a la bicicleta bajo el sol infernal de
Barranca para ir a reponer un ejemplar de Vanguardia
Liberal que supuestamente no recibió un suscriptor -y al llegar resultó que
ya había aparecido-, esa misma mañana el gremio de los voceadores perdió un
ágil colega pero la nueva literatura colombiana ganó una figura.
En ese justo
momento, Nahum decidió alejarse de los bultos de periódicos e irse a Bogotá
para explorar el camino de las letras en la Universidad Nacional. Dejó atrás
dos años de madrugadas repartiendo suscripciones y optó por ser escritor, no
sin antes aguantar mucha hambre.
En 1999 publicó
“Midnight Dreams”, pero el reconocimiento le llegaría en 2004, cuando con la
novela “El Eskimal y la Mariposa”, ganó el Premio Nacional de Novela Ciudad de
Bogotá, y en su casa empezaron a verlo ya no como el bicho raro que se
encerraba a leer y parir cuartillas, sino como ‘el escritor’.
Luego de esta
obra editada por Alfaguara y considerada por algunos como una “radiografía
visceral y poética de la violencia colombiana de los años 80 y 90 del siglo
XX”, Montt (de 41 años), dio a luz en 2008, “Lara”, una novela para quienes no
conocen o pretenden olvidar a Rodrigo Lara Bonilla, el ministro de Justicia
asesinado en la noche del 30 de abril de 1984 en Bogotá por sicarios al
servicio del asesino y narcotraficante Pablo Emilio Escobar Gaviria.
Montt, invitado
a la Feria del Libro de la UNAB, Ulibro 2008, es un tipo corpulento, de barba, con
el cabello recogido por una cola de caballo, que se ríe como el Papá Noel y que
extraña los sancochos de bocachico a la orilla del río Magdalena sobrevolado
por un ejército de moscas y zancudos. Al lado de su prominente abdomen lleva
siempre una mochila, mientras tararea una canción de ese maestro de la ironía llamado
Joaquín Sabina.
Junto a Enrique
Serrano, Andrea Cote y Pablo Montoya, Montt se cree un gran embajador de
Santander en las grandes ligas de la literatura, mientras otros les endilgan el
remoquete de “generación del petróleo”, porque no encontraron otro nombre que
ponerles.
De esas excentricidades propias de Barranca. Mi
viejo dijo ‘vamos a ponerle un nombre bíblico’ y cogió la Biblia y salió el
profeta menor Nahum, que nada más tiene una página. Peor me salvé porque la
página anterior era Abacud y la siguiente Sofonías. El apellido sí es de un
ancestro francés que entró por Caribe, regó su simiente y tal vez por el mismo
hecho desapareció misteriosamente, sin dejarnos plata ni lengua, sino el
apellido no más. Se juntan ese nombre tan raro de la Biblia y ese apellido y
quedo casi como un seudónimo.
La mayoría de
los profetas estaban locos y la misma sociedad los calificaba como tal. Eran
aquéllos que alucinaban y en medio de la alucinación veían el futuro. Yo estoy
alucinando, pero no soy un profeta del pasado que es algo muy fracasado, sino
que estoy fascinado con la historia reciente de este país. Lo que trato es de
alumbrar esa historia reciente y tal vez encontrar algunas claves que nos
ayuden a sobrevivir en el futuro.
Cuando la Tropical
Oil Company (Troco) llegó a Barranca a comienzos del siglo XX, se
caracterizaba al puerto por cuatro letras P: Petróleo, Plata, Policías y Prostitutas.
¿Cómo es que en esa tierra germinen escritores y poetas, y no sólo guerrilleros
y paramilitares?
Enrique Serrano
la define de una manera muy bella y dice que Barranca es una encrucijada, un
cruce muchos caminos. Su naturaleza de puerto, de lugar a donde llegan gentes
de todo el país y del mundo le dio ese matiz multicultural para que germinen
cosas raras o al menos cosas que no se dan en el resto del país.
Hablando con
Carlos Vives la otra vez que estuvimos en Barranca, le comentaba de esa cosas
raras que se dan allí, y él me decía que no era raro, sino el río Magdalena que
arrastra las historias y nos da una identidad. Él le da esa propiedad mágica al
río Magdalena, que es el gran patrón de las historias que allí se generan.
¿Cómo es que Nahum Montt en lugar de ser un ejecutivo
de Ecopetrol jubilado a los 40 años, se desvía hacia la literatura?
En mi casa nunca
faltaron los libros. De hecho pertenezco a esa generación de lectores que se
creó en Colombia por allá en los años 70 y 80, donde los libros llegaban a
nuestras casas a través de unas revistas del Círculo de Lectores, y mi viejo
que leía Papillón y una cantidad de relatos policíacos, nos decía a sus tres
hijos que escogiéramos un libro. Entonces para hacerlo nos dábamos unas palizas
y cuando llegaba el libro entonces era un problema porque lo estaba leyendo el
uno o el otro.
Además, yo
estudié en el Seminario San Pedro Claver de Barranca que queda en una loma y en
la parte de abajo había un puesto de refrescos donde vendían raspados enormes
que tardaba uno cuarenta minutos en para acabarlos. En esa época había doble
jornada, de 7 a 12 y de 2 a 5, así que siempre almorzaba temprano y me
regresaba a leer novelitas de vaqueros que colgaban como si fueran calzoncillos
secándose al sol. Por 10 centavos arrancaba
a leer una novelita, pero como tenía que regresar a clase le decía a
‘Barranquilla’ que me faltaban tantas páginas y que me la reservara para cuando
saliera, porque quedaba intrigado con lo que harían el sherif o los cuatreros.
Ese negocio tenía
la propiedad de transformarse y a las seis de la tarde empezaban a llegar las
muchachas, y uno vestido de seminarista. Entonces me gritaban: ‘Pichón de cura,
qué hace ahí leyendo novelas, ¡váyase para su casa! En esos años me leí cientos
de novelas de vaqueros.
Admiré mucho a
un autor español, Silver Kain, y ahora que estuve en Europa descubrí que era un
español, González Ledesma, que escribe novelas negras y policíacas.
Creo que se
nace, es como una especie de destino. Yo había estudiado ingeniería electrónica
aspirando alguna vez a ocupar un cargo importante en Ecopetrol, peor después me
di cuenta que entre más me metía en electrónica más leía, y un día renuncié a
eso y empecé a estudiar literatura en la Nacional. Usted se imaginará lo feliz
que se puso mi padre cuando le dije.
Pienso que es
como una función que se modela desde la infancia con esas lecturas que le
contaba, y después es un camino muy largo, en el que termina uno condicionado
por la terquedad. Conmigo venían cuarenta amigos que querían ser escritores y
de todos ellos quedo yo. Lo otro, es nunca perder esa capacidad de soñar y de
asombrarse con tanta realidad que nos toca vivir.
¿El peor libro que ha pasado por sus manos cuál es?
Lo tengo es mi
mesa de noche, es lo más querido que tengo.
Es una novela de
R.H. Moreno Durán. Cuando tengo algún ataque de insomnio, este libro tiene la
propiedad mágica de que arranco a leerlo y en tres años no he podido pasar de
la página quince. Me leo un párrafo y quedo profundamente dormido, como un
bebé. No necesito somníferos, porque para eso tengo ese libro de R.H.
¿“Lara” es la versión novelada de un magnicidio para
no ganarse un tiro de quienes lo mandaron a acribillar?
Siento que la
historia hay que narrarla desde las distintas orillas. En ‘El Eskimal y la
Mariposa’ la había abordado desde los criminales que estuvieron detrás de los
atentados que dieron muerte a tres candidatos presidenciales en 1989. Con
‘Lara’ me arriesgué, contando la historia desde la cúpula, mostrando a estos
personajes que han sido ejemplares para nuestra historia reciente como Rodrigo
Lara o don Guillermo Cano, que también aparece en la novela y que me la salvó.
Fue un esfuerzo
que me costó tres años de investigación, un borrador que quemé y finalmente esta
versión que salió bastante sintética, pero yo quería un relato rápido y
vertiginoso, que rompiera la monotonía tradicional de los manuales de Historia,
que nos aburren a todos también.
‘Lara’ es un
relato que aprovecha los recursos del género policíaco para atrapar la atención
del lector. Esta novela está dirigida a la gente joven, para que recreen esa
época y sepan que todos los problemas que tenemos ahora no vienen de dos o tres
años, sino de mucho tiempo atrás.
¿Compenetrarse tanto con el personaje como para
encerrarse noches enteras con él, a escuchar sus discursos y beber una botella
de licor?
Terminé
rayado... quedé loco. Esto es comparado a lo que llaman Periodismo de
inmersión, que es meterse en la piel del personaje. Con Lara me costó muchísimo
porque había todo un círculo de amor puro alrededor de él y lo habían
convertido en una especie de mártir de la democracia. Yo tenía que ponerle
carne y hueso, volverlo humano, rastreé cantidad de cosas y en ese proceso me
conseguí unos casetes con los discursos cuando él fue senador y ministro, y
eran los que él tenía como copias personales. En la biblioteca del Senado no se
consigue ningún casete de esa época, entonces cogí los de él, los ‘remastericé’
y lo ponía en las noches mientras destapaba a mi amigo Johnny el caminante o a
Sir Edwards. Me ponía a tomar con Lara y la gente de la cuadra terminaba
preocupada porque escuchaban esa voz, que es una voz de la conciencia, que dice
cosas que nos van a pasar, que nos están pasando y que nos seguirán pasando. La
gente decía ‘este vecino se enloqueció; en lugar de poner música pone a un loco
que nos dice lo que nos está pasando’ y la gente no sabía que ese ‘loco’ había dicho
eso más de veinte años atrás.
¿Escribirá algún día sobre la violencia de los años
70, 80 y 90 en el Magdalena Medio?, ¿de los cadáveres que bajaban por el río y
encima de ellos los chulos?
No lo sé, tal
vez. Uno siempre vive espantando los temas. En estos momentos estoy trabajando
varios proyectos al mismo tiempo y a Barranca y Santander los trato de
espantar, pero me llegan disfrazados de un personaje o de otro, y los echo,
pero luego reaparecen hasta que finalmente no aguante más y termine escribiendo.
Sobre Barranca
en particular, esa década de los 80 que fue tan dura porque vivíamos con una
economía de guerra, había dos paros a la semana porque los sicarios salían a
matar los lunes y los miércoles, y había que tener leche en polvo y granos,
porque uno no sabía hasta cuándo iba a durar. En algún momento tendré la
suficiente madurez para escribir esta historia. Uno siempre está aprendiendo y
ojalá llegue el momento en que esté suficientemente maduro y la pueda abordar
sin caer en relatos patéticos o quedarme en lo escabroso y lo macabro.
¿Por qué razón usted le recomendaría a un adolescente
que lea en lugar de perder el tiempo frente al televisor o esclavizado por el
chat?
Entiendo que los
jóvenes de esta época están leyendo muchísimo más que nosotros, que simplemente
leíamos novelitas de vaqueros colgadas de tiras de caucho. Ahora ellos con
Internet son capaces de leer y de enterarse qué es lo que ocurre en este mundo.
¡Que lean! Y a quienes se puedan pasar la vida sin escribir, les digo que no
escriban porque es un oficio muy duro y mal pago. Lo mejor que uno la puede
pasar es en este tipo de eventos como la Feria del Libro de la UNAB, pero es
casi como un destino a la soledad, a estar uno trabajando en silencio,
robándole horas a la noche y a la madrugada para hacerlo. Aquél que pueda
sobrevivir sin escribir, que lo haga, pero aquél que no pueda hacer otra cosa
en la vida, ¡bienvenido a este destino!
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