miércoles, 26 de diciembre de 2012

Trelew, la masacre que Argentina no olvida


Exguerrilleros, familiares y amigos se congregaron en el aniversario de la fuga, posterior masacre de 16 rebeldes a manos de la Armada y el alzamiento de una ciudad. Un logro de la democracia que le dijo adiós a sucesivas dictaduras que dejaron más de 30.000 desaparecidos. Homenaje al periodista Tomás Eloy Martínez, fallecido en febrero de 2010.

 
Los 30 mil habitantes de esta pequeña ciudad de la estepa patagónica llamada Trelew, no sospechaban que la tranquilidad que respiraban durante los 365 días del año se fuera a interrumpir de manera abrupta y menos que presenciaran el que ha sido calificado como uno de los crímenes políticos más horrendos de la historia de Argentina.

Pero el sosiego alimentado por las corrientes heladas que con ráfagas de 80 kilómetros por hora vienen de la Antárdida cambió cuando sus habitantes notaron el traslado a la cárcel de máxima seguridad de Rawson de algunos de los principales dirigentes de los grupos guerrilleros que luchaban contra la dictadura de la Junta encabezada por el general Alejandro Agustín Lanusse.

Transcurría el año de 1972 y seis de los ocho patios de la prisión fueron atiborrándose con 162 integrantes de los Montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), la mayoría de los cuales añoraba el regreso del exilio en España de Juan Domingo Perón, alentados por la promesa de elecciones al año siguiente.

El régimen los había trasladado a esta cárcel ubicada a 1.567 kilómetros de Buenos Aires para reforzar el castigo a los detenidos, que tuvieron que acostumbrarse a las temperaturas bajo cero grados centígrados, a dormir en celdas de dos metros de ancho por tres de largo e ir al baño en el único turno diario que les permitían.

La población pronto tuvo que familiarizarse con términos revolucionarios, presencia de tropas antiguerrilla, así como padres, esposas e hijos que debían realizar viajes de hasta 3.000 kilómetros para poder visitar a sus parientes encarcelados.

Los hogares se convirtieron en improvisados hoteles que acogían a familias enteras que a duras penas podían cubrir los gastos de su desplazamiento hasta la Unidad 6 del Sistema Penitenciario Federal. Y de esa muestra de solidaridad nacieron “los apoderados”, ciudadanos que sin tener ningún nexo de sangre o ideológico con los guerrilleros, se encargaban de uno de los detenidos, les llevaban alimentos y abrigo, permitiéndoles a sus familias ausentarse con relativa tranquilidad.

Los encuentros en la capilla de la prisión se producían con normalidad, hasta que en la tarde del 15 de agosto de 1972 los guerrilleros pusieron en práctica un plan de fuga que habían tramado desde semanas antes. Uno a uno fueron dominando a los 70 guardias, salvo uno de la entrada –Juan Gregorio Valenzuela-, quien a pesar de que los fugitivos vestían uniformes oficiales, vio caras extrañas, desconfió y recibió tres disparos mortales.

Todo estaba concebido para que pudieran huir 114 prisioneros que abordarían dos camiones, una camioneta y un destartalado automóvil Falcon, para luego dirigirse al aeropuerto de Trelew -distante 25 kilómetros-, donde aprovecharían la llegada de un avión comercial de la aerolínea Austral con rumbo a Buenos Aires, para secuestrarlo y dirigirse a Chile y más tarde a Cuba.

Sin embargo las señalas convenidas fallaron. Las sábanas indicarían que todo iba bien y las frazadas eran signo de fracaso. Sus cómplices en los alrededores se confundieron y solamente llegó el automóvil, en el que huyeron seis comandantes.

Otros 19 guerrilleros no se explicaban la demora de sus refuerzos que nunca llegaron. Entonces optaron por pedir por teléfono el servicio de taxis. Arribaron tres vehículos, cuyos conductores se sorprendieron al ver que sus clientes no iban a ser guardias o visitantes del penal, sino los mismos presidiarios, que les ordenaron dirigirse al aeropuerto con el propósito de alcanzar a sus amigos.

Meta que no consiguieron porque debido a dos paradas que hicieron mientras esperaban a uno de los taxis rezagados y decidían qué ruta tomar para burlar los eventuales retenes, solamente tuvieron la oportunidad de ver cuando después de diez minutos de espera el BAC 111 terminaba de tomar pista y se elevaba con rumbo a Santiago de Chile.

Entonces los 19 prófugos -el mayor de 36 años, el menor de 20- se atrincheraron en la torre de control y en la sala principal mientras cubrían la fuga de sus compañeros. En cuestión de minutos el Ejército, la Policía y la Marina coparon todas las entradas y tras una larga negociación que duró hasta casi medianoche vino la rendición. “Estoy desilusionado. Veníamos a liquidarlos a todos y están vivos. Si se hubieran animado a disparar un tiro, no dejábamos ni a uno. Pero se rindieron, los muy cobardes”, dijo el teniente coronel Muñoz.

Los guerrilleros entregaron sus armas a cambio de ser conducidos de nuevo a la cárcel de Rawson, bajo la palabra del capitán de corbeta Luis E. Sosa y teniendo como testigos a un juez, un periodista y un abogado defensor de derechos humanos.

Las declaraciones del oficial Muñoz presagiaban lo que vendría. En plena marcha, escoltados por todos los flancos, el capitán Sosa decidió cambiar el destino y llevarlos a la Base Almirante Zar, de la Armada, lugar en el que permanecerían vigilados de día y de noche por soldados que les apuntaban con sus armas automáticas desaseguradas y los levantaban en la madrugada a torturarlos para que confesaran.

Esa rutina de presión se rompió el 22 de agosto, cuando a las 3 y 30 de la madrugada Sosa les ordenó doblar sus colchones y con la mirada en el piso salir a la puerta de sus celdas. Cuando los 19 guerrilleros lo hicieron, irrumpió el tableteo de las ametralladoras. Uno a uno, indefensos, fueron cayendo muertos. Entonces Sosa y sus hombres se aproximaron y procedieron a liquidarlos con un tiro de gracia en la nuca. Siete guerrilleros estaban gravemente heridos, pero el capitán no pudo terminar de hacer su criminal tarea porque  alertados por los disparos llegaron otros oficiales que no tenían conocimiento de la estrategia macabra.

A los heridos los trasladaron en camillas a la enfermería y allí, sin prestarle la más mínima atención, dejaron desangrar a cuatro de ellos. Los otros tres, María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar, cinco horas después fueron llevados al hospital militar de Puerto Belgrano y sobrevivieron de manera inverosímil para contar una historia que fue prohibida reproducir en los medios de comunicación por un artículo agregado al Código Penal que amenazaba con prisión a quien “por cualquier medio difundiera, divulgare o propagara comunicaciones o imágenes provenientes de, o atribuibles a asociaciones ilícitas o grupos dedicados a actividades subversivas o de terrorismo”.

Años más tarde Berger, Camps y Haidar serían desaparecidos por la dictadura militar, y sus familias, como las de los demás guerrilleros que se fugaron, serían perseguidas y tanto padres como hijos y esposas torturados y desaparecidos también. Los arrojaron desde aviones al mar o los despellejaron vivos arrastrándolos desde automóviles a toda velocidad. A Sosa, con la complicidad de sus superiores, se lo “tragó la tierra”.

Luego, un documento de la Junta Militar hablaría de “un atroz accidente motivado por la tensión y el miedo y el exceso de celo en la seguridad. No existió premeditación”. Los cadáveres fueron entregados con la condición de que se les velara en privado y se les sepultara al día siguiente.

“La destrucción de Argentina empezó entonces, en aquella madrugada aciaga de 1972, y fue sucia, sorda, canallesca, como una pesadilla de fin de mundo”, escribiría en el semanario Panorama el periodista Tomás Eloy Martínez, quien por presiones de los dictadores fue despedido dos días después, pasando a engrosar las listas negras de periodistas “peligrosos” para el régimen.

Martínez, uno de las voces más respetadas por la opinión pública de este país, fue de los pocos periodistas que no tragó entero la versión de los cuarteles y sospechó que había algo oscuro en los cables de la agencia Telam que hablaban de 15 guerrilleros “abatidos” y luego el emisor pedía anularlos.

Después de quedarse sin trabajo, Martínez viajó a la provincia de Chubut, se documentó y escribió el libro “La pasión según Trelew”, el cual fue prohibido por decreto y cientos de ejemplares quemados junto a textos de Sigmund Freud y Carlos Marx.

No contentos con el baño de sangre que pretendían sirviera de mensaje a los argentinos, los militares cobraron revancha con los pobladores de Trelew, 16 de los cuales fueron detenidos sin orden judicial ni razón y llevados en avión a la cárcel bonaerense de Villa Devoto. Pero comerciantes, obreros, amas de casa… hasta sumar 3.000 ciudadanos, se mantuvieron en vela y convirtieron el Teatro Español en la “Casa del Pueblo”. El alzamiento popular, alimentado con canciones de Violeta Parra, duró hasta que el último de sus vecinos recobró la libertad y retornó al sur.

Tres décadas después

Con motivo del 35 aniversario de estos cruentos hechos, en 2007 recorrí las calles de Trelew, merodeó por la Base Almirante Zar y entró al hoy llamado Instituto de Seguridad y Resocialización U6 de Rawson, donde su director Ernesto Barrios atendió esta entrevista, en la cual con una mirada crítica analiza la lección dejada por este capítulo del horror vivido en este país austral donde los regímenes de facto dejaron una huella imborrable de al menos 30.000 desaparecidos.

Los muros de siete metros de altura y las garitas de la cárcel de Rawson siguen intactos, la caseta de entrada tiene una placa en memoria del guardia Valenzuela, la puerta de acero permanece infranqueable.

Barrios, que para la época de los hechos no estaba vinculado al sistema penitenciario, tuvo en esta ocasión bajo su responsabilidad el acto de conmemoración de los 35 años, al que asistieron ex guerrilleros, familiares y guardias jubilados y activos.

“Preparamos a todo nuestro equipo con el propósito de que mantuviera su nivel de rendimiento profesional y su sensibilidad humana para comprender a quienes concurrían en ese momento especial”, dice Barrios, quien reconoce que no fue fácil acercarse a sus guardianes y decirles que acogieran a los visitantes.

“Cuando uno siente dolor, generalmente busca al culpable de ese dolor”, admite, pero de inmediato habla de “la aceptación de una realidad que no la provocamos nosotros. Seguramente cada uno en su momento tuvo la convicción de qué era lo que tenía que hacer. No podemos detenernos en la historia ni vivir en un estado de confrontación permanente que sería poco constructivo para la Nación”, afirma.

Ningún guardia se negó. Su director tomó la precaución de dialogar con María Valenzuela, hija del guardia muerto el día de la toma y quien hoy labora en esta misma prisión. “De la misma manera que comprendo el dolor de quienes nos visitaban, porque han sido momentos difíciles para todos, comprendo el dolor de la señora Valenzuela, pero la institución debe pensar en la armonización de las relaciones de todos los habitantes del país y ella lo ha aceptado”.

El 15 de agosto pasado lo describe como un día hermoso, no sólo porque brilló el Sol y el cielo estaba azul, sino “porque fue un día de reconciliación y tiene que haber un antes y un después de este acontecimiento. Creo que era impensable para quienes nos visitaron, como para el personal, creer que esto fuera posible y lo fue. Hoy tenemos que pensar en cosas constructivas y comunes”, manifiesta Barrios.

No hubo desórdenes, ni gritos. Unas 440 personas de los lugares más recónditos de Argentina, muchos de ellos venidos del extranjero, recorrieron los pabellones, carpintería e imprenta de la prisión en grupos de 30 acompañados de un guía carcelario. “La prioridad era permitirles compartir, preservar el orden y respetar la dignidad del ser humano”. Primó la emotividad, abundaron los abrazos y rodaron las lágrimas a raudales.

¿Cómo ha sido posible la reconciliación?, le pregunté al director Barrios. “Gracias a una toma de conciencia respecto de las formas. Los objetivos no deben lograrse a cualquier precio y utilizando cualquier método. La vida de las personas tiene un valor que no se puede desconocer y que merece ser respetado, así que cuando hablamos de derechos humanos tenemos que pensar de manera amplia y no únicamente en el respeto de los míos. Y fundamentalmente por un espíritu generoso de quienes después tuvieron la responsabilidad de orientar a la Argentina, porque cada una de las partes debe poner mucho para poder lograr el objetivo de la pacificación y la reconciliación, que es tan importante para nuestros hijos y el futuro del país. No se puede vivir en estado de guerra permanente…”.

Le queda claro que nunca el logro de un propósito puede ser a costa de la muerte de otro ser humano y cuando se refiere al precio que debió pagar Argentina por el oprobio de las dictaduras, Barrios explica con orgullo que “hoy el país está democratizado, las instituciones están limitadas al cumplimiento de su misión específico y eso no tiene precio”.

 

 
 

El prefecto Ernesto Barrios, director de la Cárcel de Rawson, provincia de Chubut, tuvo a cargo la visita de 430 personas que hicieron memoria de lo ocurrido en los tiempos de la dictadura.
 
Escribir sobre la masacre de que fueron víctimas 16 guerrilleros fugados de la prisión de Rawson (Patagonia Argentina), le costó el puesto al periodista Tomás Eloy Martínez, despedido por presión de la dictadura. Hoy (2007) la penitenciaría de máxima seguridad se conserva con leves modificaciones, tan sólo que son tiempos de democracia y no hay reos políticos.

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