lunes, 17 de diciembre de 2012

Salcedo, el cronista


Nombre: Alberto Salcedo Ramos.

Fecha y lugar de nacimiento: Barranquilla, 21 de mayo de 1963.

Oficio: Periodista narrativo, contador de historias, reportero de verdad. Bueno, cronista.

Su propio suicidio cuando en sus inicios en El Universal de Cartagena le asignaron la sección judicial y en esa época no encontraba tema ni cadáveres, habría frustrado la carrera brillante de Alberto Salcedo Ramos para poder llenar la página, pero qué va. Este hincha del Atlético Junior -‘Tu papá’-, es un enamorado de la vida, de las mujeres voluptuosas, de la carne oreada, de fijarse en lo que otros ni miran y del idioma, lo cual le ha valido para convertirse en uno de los más brillantes cronistas colombianos, si no el mejor.

Evidencias de su capacidad, rigor y profesionalismo se encuentran por doquier en las revistas Gatopardo, Arcadia, El Malpensante, Etiqueta Negra y Soho, para no decir que es de los privilegiados que Daniel Samper Pizano incluyó en su antología de grandes crónicas, un libro que está debajo de la almohada de esas generaciones de periodistas que aún leían.

Invitado por la Facultad de Comunicación Social, el Periódico 15 y la Electrificadora de Santander, Salcedo Ramos estuvo en la UNAB el 29 de septiembre de 2010 compartiendo con sus colegas estudiantes, graduados y empíricos -porque todavía los hay en los medios regionales y nacionales-, su experiencia y su forma de ver este oficio tan antiguo como el de las damas de vida alegre, léase prostitutas.

Y es que Salcedo, ganador cuatro veces del Premio Simón Bolívar y una del ‘Rey de España’, no se anda con medias tintas. Abierto y generoso a la hora de compartir claves y secretos, también habla sin rodeos cuando se queda mirando a aquellos redactores que no tienen más tarea que refunfuñar y les dice: “Si no estás conforme con el dinero, no trabajes allí. Pero si ya aceptaste, no vale la excusa de hacer cosas regulares. Debes ser el mejor”.

Su miopía evidente cuando se aproxima al computador y echa para atrás sus anteojos, no le ha impedido contar historias macondianas como la del equipo nacional de futbolistas gays, alucinantes como la cuadrilla de enanos toreros, o macabras como la masacre de 66 personas en El Salado (Bolívar) a manos de esos criminales para unos, héroes para otros, llamados paramilitares. O simplemente increíbles, como la de aquel pueblo selvático en el que el Ejército colombiano combatió durante más de dos horas a unas columnas de bafles con el traqueteo de disparos que la guerrilla dejó instalados mientras corrían montaña adentro.

Salcedo detesta las historias truculentas que de vez en cuando pilla en ciertos periódicos que con la licencia del asterisco publican relatos inverosímiles fruto de la imaginación y del afán de rellenar una ‘sábana’ en blanco. No cree ni cinco en los periodistas distraídos y sostiene que “la curiosidad es la madre del buen periodismo”. Para sentenciar: “Si no la tienes, estás liquidado”.

Como profesor que es, tiene claro que las universidades no hacen milagros, que el periodismo no se enseña sino que se aprende -como dice el maestro Miguel Ángel Bastenier- y que están ‘fritos’ aquellos aprendices que aspiran alcanzar el estrellato ‘reencauchando’ la historia del cantante del bus o del vendedor de maní, sencillamente porque los encuentran a media cuadra de la casa de la tía que los mantiene, pero no porque le dediquen tiempo y pasión a buscar historias novedosas.

“La entrada de una crónica debe golpear, intrigar, ser contundente, y no llega por arte de magia, sino que hay que dedicarle tiempo. No se puede llegar al computador a ver qué sale”, recalca, a la vez que insiste en que ‘cometer’ crónica no es opinar, sino narrar, dar pinceladas que le permitan al lector formarse una idea o un criterio.

Después de tres horas de charla y un pollo insípido ‘ahogado’ en salsa de tomate que le ayudará a hacer más prominente su estómago, Alberto Salcedo -uno de los tantos hijos olvidados de Andrés, el famoso locutor deportivo de la televisión alemana-, accedió a este diálogo.

Define usted la crónica como la mixtura entre información e interpretación. ¿Cuáles son tres ingredientes básicos de esa receta?

Una mirada original para descubrir ángulos narrativos inexplorados que permitan contar algo distinto. Una voz narrativa que también sea original para seducir con la palabra. Una voz que tenga carácter para decir las cosas. Y el humor, que no es el chiste, ni la comicidad fácil sino la posibilidad de encontrarle aristas amenas a la historia.

¿Se puede llegar en paracaídas a la crónica sin haber realizado el recorrido mínimo de ‘cargaladrillos’ por otros géneros como la noticia y la entrevista?

Creo que no. Siempre he dicho que los cronistas son como los pilotos de aviación, que en lo que escriben dejan ver cuántas horas de vuelo tienen. Considerar que la crónica es un ejercicio fácil, apropiado para alguien que no sepa hacer periodismo, es algo como el que entra a estudiar comunicación social dizque porque no va a encontrar matemáticas. La crónica exige una disciplina periodística. Un cronista es un periodista, entonces debe investigar, debe buscar fuentes, debe explorar documentos… Lo que pasa es que en la forma de narrar uno procura conservar  ciertas pautas estéticas para que el trabajo sea más atractivo para el lector, pero no se llega en paracaídas. A la crónica se llega después de haber caminado por el pasto, después de haber atravesado barrizales, después de haber hecho todo el curso que debe hacer un reportero.

¿Cuál sentido desarrolla más un cronista?

La mirada y el oído. La mirada se le va a educando a uno en la medida en que uno va viendo más cosas y llega el momento en que se descubre mirando ciertos elementos de la realidad que un tiempo atrás uno mismo no hubiera visto, y ahora los ve porque ha desarrollado ese entrenamiento especial para ver más allá. Cuando uno empieza, mira la realidad a través de un microscopio, y cuando uno aprende la mira a través de un telescopio y se le amplía la perspectiva, el panorama.

El otro sentido que se debe desarrollar es el del oído porque uno tiene que saber escuchar. Hay una lección maravillosa de Gay Talese (estadounidense padre del nuevo periodismo junto a Tom Wolfe) que dice que hubo un momento en que él puso una grabadora para oír los diálogos entre él y los personajes y descubrió que él estaba hablando mucho y escuchando poco.

En España acaban de lanzar un S.O.S. porque consideran que los reporteros están en vía de extinción. ¿En Colombia a los cronistas les pasa lo mismo?

Los periodistas narrativos no son abundantes y eso no es solo de ahora. Es como un ghetto, y no está mal que sea así, porque si hubieran mil cronistas yo no estaría aquí en la UNAB y hubieran invitado a cualquiera de los otros novecientos noventa y nueve. Están en vía de extinción pero yo no lo lamento, porque finalmente creo que con los que hay uno puede documentar la memoria. Aquí hay gente buena. Está Alfredo Molano, José Navia, etcétera. Siempre la gente que cuenta historias dentro del periodismo ha sido una minoría, eso no es nuevo. En este momento Colombia tiene unos buenos contadores de historias. Hace quince años se hablaba de la famosa muerte de la crónica, pero hoy ya ese discurso no se utiliza.

¿Se avergüenza de que lo llamen periodista? ¿Prefiere que le digan maestro o escritor?

No, yo soy reportero a mucho honor. Soy un periodista orgulloso de lo que soy. No bajo la voz ni agacho la mirada cuando digo ¡soy periodista!

¿Se puede ser periodista o cronista sin leer periódicos, escuchar radio o ver televisión, como dicen algunos ‘extraterrestres’ que se autodenominan reporteros y que creen tener en Google la solución a todos sus ‘males’?

Hoy en día esa es una deformación profesional que ha ido creciendo porque muchos muchachos pertenecientes a la Era Virtual creen que Google les soluciona todos los problemas derivados de su pereza, y no es así. Google es una herramienta de trabajo que te acompaña hasta cierto punto, pero el punto hasta el cual llega Google implica que tú asumas el resto del proceso. Por ejemplo: si tu me dice que dices que vaya a Armero (Tolima) a contar una historia de cómo es la vida en ese lugar veinticinco años después de la tragedia, pues Google puede ser una herramienta de trabajo previa a mi viaje a Armero, y me puede dar una información histórica de contexto, pero el trabajo lo tengo que hacer yo cuando llegue al lugar, entrevistando a quienes haya que entrevistar y también interactuando con la realidad que voy a encontrar allá.

Uno de los alumnos de un colega de Manizales plagió un texto que empezaba diciendo: “En una de las conferencias que dicté en Gran Canaria en el año de 1975…”, o sea que ni siquiera cambió la entrada y quedaba diciendo una barbaridad de un año en el que él todavía ni siquiera había nacido. Eso nos da una muestra de lo que ha ocurrido con Internet, que además conspira contra la capacidad de concentración de la gente. Además, para muchos jóvenes la única memoria que conocen es la USB, la que va en el computador, porque la de ellos jamás la cultivan.

Usted compara la crónica con un exquisito manjar al que se invita a un amigo -al lector-, y no se le puede salir con chitos y manimoto. ¿A Algunos ‘cronistas’ les sucede lo mismo que a esos ‘caricaturistas’ tan malos que deben ponerle etiquetas a los personajes porque éstos ni se parecen?

Totalmente. Hay gente que cree que una crónica se reduce a una historia simpática contada más o menos con dignidad. No, una crónica tiene una carpintería. No puede ser que el señor que está en el parque vendiendo guarapo de caña y cuenta una anécdota mientras uno se toma el guarapo con él, no puede ser que él sea un cronista. Ese señor te cuenta una historia, pero la crónica demanda otro tipo de destrezas: responder a unos interrogantes, traducir una realidad, descifrar un contexto, documentar una memoria… Yo creo que el trabajo de cronista es un trabajo profesional que demanda una preparación especial.

¿Les quedan lectores a las crónicas?

Sí. La gente lo que quiere son buenas historias y que estén bien contadas. Que solamente lleguen al texto porque la página dice crónica, no va a pasar. La gente llega al texto pero el texto mismo debe encargarse de garantizar que la persona se quede ahí.

La sociedad de estos tiempos es una sociedad permeada por la cultura del zapping. Cuando tú y yo éramos niños, prendíamos el televisor, era un aparato que tenía una perillita larga que giraba a la derecha para prender y giraba a la izquierda para apagarlo. No había control remoto y el canal que quedó ese era el que veíamos. Luego vino la cultura del control remoto y la gente no quiere durar más de cuarenta segundos en un canal y ya está viajando hacia otro lado. Eso es lo que pasa en Google y en Internet. Cada link te conduce a un viaje en el cual tu mirada es nerviosa, tu atención no se concentra en ningún lugar específico porque está es volando. La lectura también está hoy en día permeada por esa cultura del zapping y la gente toma un texto y si la entrada no es contundente, puede dejarte y abandonarte. Para que la gente nos lea uno debe hacer el esfuerzo de ser amable con ellos, compensándoles con amenidad, con gracia, con calidad, el tiempo que ellos nos van a regalar.

¿Vale la excusa de que no hay tiempo?

No. Eso es mentira y el que no tiene tiempo para leer pues no lee, pero a mi no me interesa ese lector. A él le digo, buen viento y buena mar, disfruta tu estadía en la playa pero yo no nací para tí.

Cuentan el título y el arranque; ¿el final también es vital?

El final tiene que cerrar el círculo, tiene que ser redondo. Cuando un remate es bueno y tú llegas a ese punto, tú sabes que la historia se acabó. No necesitas poner un avisito entre paréntesis al lado que diga: ‘fin’.

O si es tan malo: ‘Por fin’

(Sonríe) Claro, tu sentido de compenetración con la historia, tu olfato, tu intuición, te indican que ese es el punto en el que la historia se acaba, que después de ese punto ya tú no puedes decir nada y que si das un paso más allá lo que vas a encontrar es el vacío.

¿Cómo le cae terminar con una moraleja?

Las moralejas constituyen un desprecio por el lector. La moraleja es como una reflexión casi siempre moralista que le damos al lector pensando que es un bobo y que él no puede llegar a esa misma conclusión o a una mejor. Si la historia es buena y está bien contada, ¿para que meterle moraleja?

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