La suerte o el Dios al que pedía una explicación, salvaron a un judío polaco de morir en los campos de concentración nazis. Trabajar con Schindler fue su pasaporte a la vida. (Esta entrevista la publiqué en el diario El Espectador el domingo 7 de mayo de 1995).
El recuerdo hace que se le desgranen una, dos, tres... lágrimas. Aunque por estos días se conmemores medio siglo del fin de la Segunda Guerra Mundial y hay quienes ven este aniversario como una fecha más, en su memoria está presente el horror y el dolor de una historia tan solo propia de la crueldad humana.
Porque no quiere que se repita tanta barbarie, porque lo desgarra que los jóvenes no se interesen por la historia, y porque ve con lástima aquellas criaturas que se tatuan en el pecho la cruz gamada sin sentir escozor, don Samuel Kopec, un sobreviviente de los campos de concentración nazis -donde miles de judíos, gitanos y homosexuales murieron de hambre, fusilados o en cámaras de gas- accedió a relatar las huellas imborrables del régimen fascista de Adolfo Hilter.
Su nombre figuró en 'La lista de Schindler', la galardonada película de Steven Spielberg, pero no por casualidad, sino porque don Samuel estuvo a su lado, fue su obrero y en cierta forma puede decirse que conoció a ese personaje que salvó la vida de cientos de judíos.
Su voz se resquebraja y a un corto silencio le sucede otra lágrima. Don Samuel sabe que no es fácil la tarea de sufrir, pero finalmente, y ante la insistencia de sus hijos, opta por abrir el libro de su memoria.
Nacido en Polonia, en la vecindad de Cracovia -de donde también es oriundo el Papa Juan Pablo II-, don Samuel sabe que no puede borrar su condición de judío-polaco, pero jamás regresó a su patria y hoy se siente un judío-colombiano.
Cincuenta años después de anunciarse la entrada victoriosa del ejército rojo a Berlín, don Samuel con frecuencia se despierta, a veces gritando, por las pesadillas de los campos de la muerte donde perdió a sus familiares más cercanos y a sus amigos.
Fue apartado del guetto de Cracovia, a donde llevaron más que todo niños y viejos, y enviado al aeropuerto de la ciudad, donde trabajó como herrajero y relojero -oficio del que no tenía idea porque su preparación era en el campo de la platería-. Para tal escogencia le ayudó su aspecto de obrero, que desde ese primer momento sería una de las claves para salvar su pellejo.
"No se podía decir que no. Era la supervivencia, dice, al tiempo que recuerda la visita de la temible Gestapo, que les hizo entregar a todos todas las pertenencias de valor. "Yo tenía una cuantas herramientas debajo de mi litera y las encontraron. Estaba seguro de que me iban a matar, pero el oficial me preguntó: ¿Qué hacemos contigo? Les dije eso está en sus manos, yo soy indefenso".
"Tenía mucha suerte", exclama don Samuel. La misma que le acompañó cuando fueron los hombres de las SS quienes escogieron a veinte mecánicos 'voluntarios'. "Me sacaron, me montaron a un camión y nos llevaron, sin saberlo, a la fábrica de Óscar Schindler, en donde nos bajaron a golpes de cachiporra. Decir joyero no estaba bien, así que me presenté como forjador en bronce. Despacharon a todos y solo me dejaron a mí. Me trajeron un cenicero forjado en hierro y me preguntaron si podía hacerlo. Voy a probar, le dije al oficial, y fue así como hice uno mejor que el de la muestra. Terminaron pidiéndome más para sus regalos y me dieron cigarrillos".
De día y de noche, si es que tenía el coraje de mirarlos a los ojos, aunque prefería eludirlos, don Samuel sólo sentía miedo. "Schindler, vestido siempre elegante, no me ofrecía cigarrillos, pero sí los encendía y los botaba al piso para que yo los recogiera. Yo sentía que él sí era humano".
Schindler, dice don Samuel, ordenó por ejemplo que a cada uno de sus prisioneros los tatuaran con una tinta roja que se borraba, no con tinta negra o azul con la que cientos de judíos y gitanos quedaron marcados de por vida.
Sin noticias del frente de batalla, don Samuel fue ascendido a jefe de construcción de troqueles y mantenimiento de maquinaria pesada. "Sin saber qué era eso, pero no fallé ni una vez".
"Una noche vino Schindler y me dijo que hiciera una lista, porque había órdenes de hacer segregación. No sabíamos a dónde nos iban a mandar. Era peligroso, pero cómo iba a decirle que yo no me atrevía. Al fin le dije que tenía miedo y que prefería que lo hiciera otro. Después me informaron que había sido incluido entre los que iban a ser 'despachados'. Me explicaron que allí había parejas con hijos que tenían prioridad sobre mí que era soltero. El resultado fue que el mismo Schindler cuando llegó el momento, nos reunió en el patio y personalmente hizo la segregación. La lista no sirvió para nada y me dejó con mi gente".
Casi todas las mujeres fueron enviadas a Auschwitz, y los hombres a Gross-rosen.
"Allá nos desnudaron y nos mandaron al baño. Estábamos seguros que de allí saldría el gas y se terminarían nuestras vidas, pero vimos que cayó agua. Después pasamos por el dentista que hizo el inventario de quienes tenían piezas de oro. Nos revisaron en busca de joyas y nos pusieron un vestido de rayas. Cuando llegó Schindler dijimos, ¡nos salvamos!".
"Mientras que yo esté aquí no les pasará nada, les dijo Schindler y le pidió a don Samuel que elaborara un sello especial. Aunque no le consta, se atreve a afirmar que con este sello Schindler falsificó una carta en la que se le ordenaba a un oficial encargado de cavar grandes fosas en las que se enterraría a los prisioneros con el propósito de no dejar pruebas de los crímenes del nazismo, que se presentara en la comandancia de Berlín.
En el camino a la capital, se terminó la guerra. "Schindler nos dio armas y dijo: 'mi mando se acabó'. Después quedamos libres".
"Tenía mucha suerte", exclama don Samuel. La misma que le acompañó cuando fueron los hombres de las SS quienes escogieron a veinte mecánicos 'voluntarios'. "Me sacaron, me montaron a un camión y nos llevaron, sin saberlo, a la fábrica de Óscar Schindler, en donde nos bajaron a golpes de cachiporra. Decir joyero no estaba bien, así que me presenté como forjador en bronce. Despacharon a todos y solo me dejaron a mí. Me trajeron un cenicero forjado en hierro y me preguntaron si podía hacerlo. Voy a probar, le dije al oficial, y fue así como hice uno mejor que el de la muestra. Terminaron pidiéndome más para sus regalos y me dieron cigarrillos".
De día y de noche, si es que tenía el coraje de mirarlos a los ojos, aunque prefería eludirlos, don Samuel sólo sentía miedo. "Schindler, vestido siempre elegante, no me ofrecía cigarrillos, pero sí los encendía y los botaba al piso para que yo los recogiera. Yo sentía que él sí era humano".
Schindler, dice don Samuel, ordenó por ejemplo que a cada uno de sus prisioneros los tatuaran con una tinta roja que se borraba, no con tinta negra o azul con la que cientos de judíos y gitanos quedaron marcados de por vida.
Sin noticias del frente de batalla, don Samuel fue ascendido a jefe de construcción de troqueles y mantenimiento de maquinaria pesada. "Sin saber qué era eso, pero no fallé ni una vez".
"Una noche vino Schindler y me dijo que hiciera una lista, porque había órdenes de hacer segregación. No sabíamos a dónde nos iban a mandar. Era peligroso, pero cómo iba a decirle que yo no me atrevía. Al fin le dije que tenía miedo y que prefería que lo hiciera otro. Después me informaron que había sido incluido entre los que iban a ser 'despachados'. Me explicaron que allí había parejas con hijos que tenían prioridad sobre mí que era soltero. El resultado fue que el mismo Schindler cuando llegó el momento, nos reunió en el patio y personalmente hizo la segregación. La lista no sirvió para nada y me dejó con mi gente".
Casi todas las mujeres fueron enviadas a Auschwitz, y los hombres a Gross-rosen.
"Allá nos desnudaron y nos mandaron al baño. Estábamos seguros que de allí saldría el gas y se terminarían nuestras vidas, pero vimos que cayó agua. Después pasamos por el dentista que hizo el inventario de quienes tenían piezas de oro. Nos revisaron en busca de joyas y nos pusieron un vestido de rayas. Cuando llegó Schindler dijimos, ¡nos salvamos!".
"Mientras que yo esté aquí no les pasará nada, les dijo Schindler y le pidió a don Samuel que elaborara un sello especial. Aunque no le consta, se atreve a afirmar que con este sello Schindler falsificó una carta en la que se le ordenaba a un oficial encargado de cavar grandes fosas en las que se enterraría a los prisioneros con el propósito de no dejar pruebas de los crímenes del nazismo, que se presentara en la comandancia de Berlín.
En el camino a la capital, se terminó la guerra. "Schindler nos dio armas y dijo: 'mi mando se acabó'. Después quedamos libres".
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