domingo, 31 de mayo de 2015

Takehiro Ohno, samurái, lavacopas y 'chef-camaleón'

(Esta crónica la publiqué en la edición 435 de Vivir la UNAB en circulación desde el lunes 1 de junio de 2015)



Takehiro Ohno vino a Bucaramanga a lanzar el Programa de Gastronomía y Alta Cocina de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB), pero entre sushi y mute, entre paella y pepitoria y entre tempura y tamal, hizo una profunda reflexión sobre el sentido de la vida, expresó que “mi comida es mi currículo”, afirmó que no basta con tener sino que hay que enseñar y confesó que aún se asombra cuando alguien le llama chef, porque se siente un cocinero que no terminará de aprender.

Llegó a tal punto no solamente el profesionalismo, sino sus cualidades, espontaneidad y franqueza como ser humano al que no se le ha subido la fama a la cabeza, que este espigado japonés nacido hace 47 años en la isla de Hokkaido, tanto en la exposición que realizó en la mañana del jueves 28 de mayo antes estudiantes y profesionales, como en la charla- preparación que hizo en la noche ante un centenar de comensales, sensibilizó sobre su duro trasegar, llevándolos a derramar lágrimas con episodios como esos dos años en los que tuvo que sobrevivir en San Sebastián, explorando la cocina vasca y rebuscándose unas monedas a cambio de cantar en las calles, o su llegada como ilegal a Buenos Aires (Argentina), donde por casi diez años preparó montañas de ensalada de lechuga, pero siempre sin bajar la guardia, hasta convertirse en una figura en ese país y en Latinoamérica gracias al programa que realiza en el canal de televisión El Gourmet.



El carismático Ohno, a quien su abuela no lo dejaba arrimar por la cocina porque decía que era para las mujeres y a quien algunos le echaron en cara que no tenía talento para este oficio, compartió su experiencia desde cuando a los siete años de edad dijo que quería ser cocinero o aquellos comienzos en los que dedicaba 16 horas diarias –de pie– al lavado de copas y platos, a pesar de ser descendiente de los últimos samuráis (guerreros), con lo que todo eso representa en el Lejano Oriente. O a desplumar pavos durante un año, al sol y al agua, ante un paisaje melancólico de montañas y ovejas en el que lo que le faltó fue cruzarse con Heidi, la protagonista del clásico infantil llevado a los dibujos animados.

El destino lo llevó a ser discípulo del chef Koji Fukaya –a su vez alumno del reputado Luis Irizar–, dueño del único restaurante vasco que hay en Japón, quien le compartió su filosofía y lo alentó a migrar al norte de España, donde luego se vinculó al prestigioso restaurante Zuberoa, de Hilario Arbelaitz, que figura en la renombrada Guía Michelin, sobresaliendo el cochinillo asado y el bacalao confitado, por mencionar dos manjares.



“Todas las adversidades y sufrimientos me han hecho fuerte”, dice Takehiro, en un fluido castellano del que lo único que sabía en un comienzo era: “Hola, soy Ohno”. Casado con una argentina y padre de dos hijos, este exjugador de rugby enseña la fotografía en la que luce un uniforme blanco con un enorme pez azul, rememorando la leyenda oriental de que esa frágil criatura algún día subirá por la cascada y se convertirá en un indomable dragón.

Ohno no es un tipo tosco o engreído, y eso lo demuestra cuando devora el paquete de chicharrones carnudos que ve en mis manos o cuando habla de sus fracasos, de sus tristezas, de la prometida que tuvo que dejar por anhelar un mejor futuro, de su consigna de ir hacia adelante a buscar ‘el gran día’ –la oportunidad–, “que está ahí al frente, pero que jamás vendrá a buscarnos”.



Con la misma humildad que cuenta los secretos de cómo graba el programa de tv o que  prepara las exquisitas costillitas adornadas con un copo de guanábana –que hacen que hasta el rector Alberto Montoya Puyana se chupe los dedos–, Ohno recomienda crecer despacio, sintiéndose agradecido y orgulloso de cada lección. Cocinar, advierte, no es comprar un libro de recetas y ya, sino sumergirse en una cultura infinita, preguntar por qué y para qué, trasnochar, pasar hambre, dedicarse con el alma… para ver si algún día se alcanza el éxito.

No es un tipo pretencioso que ponga condiciones, como esos don nadie que a veces vienen  por estos parajes y exigen escoltas y manjares como si se tratara de miembros de alguna realeza en decadencia. Hizo mercado con los estudiantes de la UNAB en la plaza central de Bucaramanga, probó la pepitoria y el sancocho, y aceptó mi invitación a comer no de esos costosos platos que tan de moda están en esta ciudad, sino de una simple y a la vez deliciosa arepa ocañera con queso costeño, aguacate y carne desmechada, más su respectiva jarra de limonada de panela, para rematar con un diminuto helado de leche con un pedazo de bocadillo en su interior.



“Es una ‘batalla’ que se hace con amor; porque nuestro cliente está esperando. ¡Nada más!”. Así es como Ohno desmitifica la figura que algunos tienen del chef como un ser superior que a la manera de Pablo Picasso o Claude Monet pinta grandes lienzos sin untarse de óleos ni enfadarse con sus colaboradores ni tener que laborar seis de los siete días de la semana. “Es chef quien aguanta más”, dice sin aspaviento, subrayando que en su concepto ser gran cocinero es equivalente a ser gran persona. De ahí que solamente cuando consideró que podía hablarle de tú a tú a su maestro Fukaya, retornó al Japón para agradecerle lo que hizo por él, rompiendo en llanto, como lo hizo nuevamente en el Auditorio ‘Jesús Alberto Rey’, desencadenando sollozos en quienes testimoniaron que Takehiro explora, repentiza, sonríe, canta, se divierte, se vuelve un niño travieso, recobra su férrea conducta, valora a sus aprendices, firma autógrafos, accede a tomarse fotos… y levanta vuelo para seguir creciendo. “Tengo que autoexigirme, tengo que vencerme a mí mismo, cada plato es un espejo de mi vida”, señala.

Take significa golpe fuerte, Hiro es ‘que conozca mundo’. Así lo bautizó su padre, un karateca que llegó al máximo grado en esa disciplina. Takehiro es un samurái que llora, y eso no le da pena. Es un ‘chef-camaleón’, como se autodefine al momento de explicarme que “dependiendo del concepto, yo cambio el color de Ohno”. Esto le ha permitido adaptarse a trabajar con grandes restaurantes y asimilar sus estándares de producción, a liderar 120 cocineros y 500 empleados como lo hace hoy con una cadena de cafeterías bistró, a preparar esta degustación de ‘cocina de autor’ en la UNAB o ajustarse en algún momento de su vida a un puesto en el que no puede elegir lo que quiere hacer, sino que debe cocinar lo que le ordenen sus jefes o sus clientes.



Comer bien, en su opinión, es “vivir como los monos”, y suelta una carcajada. Entonces entrecruza las dos manos y dice que ese es el tamaño del estómago, de tal forma que es la máxima cantidad de alimento que se puede ingerir en cada comida –la mitad al menos en vitaminas y proteínas–. “Los monos bajan de la montaña y comen a las seis de la mañana, doce del mediodía y seis de la tarde. Eso es lo que debemos hacer y en esos horarios”, recomienda, soportado en sus conocimientos de nutricionista. 



El día que muera de viejo –al lado del cuchillo de acero que cuida con tanto recelo y comiendo el guiso de cordero que únicamente sabe preparar su maestro Fukaya–, este guerrero sin sable decidió que sus cenizas reposen en este variopinto continente que le ha dado demasiadas satisfacciones. Mientras tanto quiere ser cada vez más latino, bailar salsa, aventurarse a preparar unos fríjoles con garra y seguir enseñando como lo hizo en la UNAB. “Cocina es disciplina, honestidad y no parar de estudiar, lo cual es más importante que la técnica y la receta mismas. Eso no lo duden”, concluye.


¡Arigato gozaimasu! ¡Muchas gracias, Takehiro! Su corazón se quedó en Bucaramanga. Ya usted verá cuándo regresa por él.






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