(Tengo la enorme satisfacción de publicar las palabras pronunciadas por mi maestro y amigo Alberto Donadio Copello al recibir el Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra de un Periodista, el pasado jueves 15 de noviembre de 2018 en la ciudad de Bogotá).
Cuando nos conocimos en 1983, mi esposa
Silvia Galvis tenía enmarcada en su oficina esta frase de Albert Camus: "Debemos comprender que no podemos escaparnos del dolor común y que
nuestra única justificación, si hay alguna, es hablar mientras podamos en nombre
de los que no pueden".
El encuentro con Silvia estuvo precedido
de otras afinidades. Silvia leía desde los nueve años Vanguardia Liberal, el
diario que fundó su papá en Bucaramanga. A esa edad yo leía los tres periódicos
de Cúcuta —El Diario de la Frontera, La Opinión y Oriente Liberal— así como El
Tiempo que llegaba en aviones DC-4. Cuando los azares se encadenan son destino,
solía decir Silvia, citando una frase de Gabo.
Las luces intermitentes y penetrantes de
muchos faros ilustres como Albert Camus me han guiado en esta navegación de
cuarenta y cinco años por el periodismo. He vuelto muchas veces a la sentencia
magistral de don Fidel Cano estampada en 1887 en el primer número de El
Espectador: "No damos a las buenas y a las malas acciones unos mismos
nombres. No hablamos a los dueños del poder el lenguaje de la lisonja. No
tributamos aplausos a los hombres ni a sus actos sino cuando la conciencia nos
lo mande".
Cien años después de su fundación empecé
a escribir en las páginas de El Espectador y sigo escribiendo en este diario
que Silvia consideraba el séptimo cielo de la tolerancia, el respeto a las
ideas ajenas y la gallardía personal. Ese espíritu se ha mantenido siempre, en
la época del actual director Fidel Cano y en la que siguió al asesinato de don
Guillermo Cano, con sus hijos Juan Guillermo y Fernando Cano Busquets, y con
Juan Pablo Ferro.
No soy sobrino nieto del doctor Eduardo
Santos pero adhiero firmemente a su pensamiento: "La democracia exige e
implica libertad en las discusiones, severidad en los juicios, crítica
inexorable de todos los actos".
En 1972 empecé a escribir en el periódico
del doctor Santos donde Daniel Samper Pizano y yo desbrozamos el camino de un
periodismo que no se hacía en Colombia. Fuimos los pioneros del periodismo de
investigación en América Latina porque no había competencia. Se podía escribir
sin censura únicamente en islotes como Venezuela, Costa Rica y Colombia, pues
la bota militar sojuzgaba casi toda la región. Un poco después llegó Gerardo Reyes.
Los tres trabajamos en amistosa armonía animados por la convicción común de que
el periodismo es oidor, veedor y fiscalizador de los poderes públicos y
privados y abanderado del interés público.
En la Unidad Investigativa logramos que
los tribunales reconocieran el derecho de acceso a los documentos oficiales,
una conquista que solo después quedó codificada en las leyes y en la
Constitución y que otros países tardaron más tiempo en admitir. Somos los
abuelos del derecho de acceso y del derecho de petición. Ante una demanda que
presentamos, el Consejo de Estado afirmó: "Sólo mediante la publicidad de
las actuaciones de los funcionarios estatales se hace posible el control que la
opinión pública tiene derecho a ejercer sobre sus gobernantes". La
sentencia es del magistrado Carlos Galindo Pinilla, que no usaba toga sino
Everfit y que no pertenecía a ningún cartel.
Como periodista no recibo regalos. Fuí sí
favorecido muchas veces con la dádiva de la amistad y el apoyo de personas que
comprenden la misión del periodismo. Recuerdo la anécdota que cuenta Fabio
Castillo de cuando
publicó "Los Jinetes de la Cocaína". Lo llamó el presidente de Avianca, Edgar
Lenis Garrido, y le dijo: "Mijo, yo no lo dejo matar a usted". Lenis
le entregó un paquete de diez pasajes internacionales, todos en blanco, con
estas instrucciones: "Usted llénelos, eso tiene mi firma. No tiene que
pagar un peso, váyase para donde quiera. Pero eso sí, no me cuente".
Al igual que Fabio, adquirí numerosos
amigos, benefactores y patrocinadores. En El Tiempo conocí a Germán Castro
Caycedo, que nos abrió a todos el frente de los libros periodísticos. Con
Germán, que recibió hace tres años el Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra,
verificamos en El Guamo, Tolima, el uso del Agente Naranja, el herbicida
utilizado en la guerra de Vietnam.
(Alberto Donadio y Jaime Abello Banfi)
Y gracias a las denuncias ecológicas que
fueron la matriz de la Unidad Investigativa, tuve amigos inolvidables, como el
profesor Federico Medem, zoólogo especialista en babillas y caimanes, el
profesor Jesús Idrobo, botánico del Instituto de Ciencias Naturales de la
Universidad Nacional, el Mono Hernández del Inderena y la precursora femenina
de las luchas ecológicas, la ex parlamentaria Alegría Fonseca.
Más que fuentes tuve benefactores, como
don Hernán Echavarría Olózaga, que un día me llamó a su oficina para que le
ayudara a denunciar los entuertos del Grupo Grancolombiano. Le contesté que yo
ni siquiera sabía qué era el encaje bancario. Pero don Hernán me dijo que él me
enseñaba y aquí estoy cuarenta años después porfiando con los fraudes de las
libranzas y la estafa de Interbolsa.
Más que fuentes tuve verdaderos
patrocinadores, como el doctor Germán Botero de los Ríos, gerente del Banco de
la República en los años setenta. Cuando lo nombraron superintendente bancario
me dio carta blanca para examinar los expedientes reservados de la
Superintendencia. El doctor Botero de los Ríos decía que desde cuando se
inventó la fotocopiadora ya no podía haber documentos secretos. Hoy, al
recordarlos, echo de menos la existencia de personajes independientes de
estatura moral.
Secretos del oficio hay varios, pero nada
es más determinante que el viento de cola que dan aliados humildes y elevados
que van apareciendo en el camino porque ellos también están indignados.
Y entre esos aliados incluyo ahora a
editoriales como El Áncora y a editores como Gabriel Iriarte, y en Medellín al
noble amigo Jesús María Gómez Duque, y a mi hermana Lucía Donadio, de Sílaba
Editores. Sin su impulso no se habrían publicado los libros que vengo escribiendo
desde 1983.
La receta del periodismo investigativo
lleva tres ingredientes. Primero: El hecho debe ser de interés público.
Segundo: Alguien quiere mantenerlo oculto. Tercero: Es el periodista quien lo
descubre.
No siempre se tienen a la mano los tres ingredientes,
pero siempre debe existir la más absoluta rigurosidad en los datos. Una
acusación formulada contra un funcionario o contra una persona se lanza cuando
está comprobadamente sustentada en pruebas irrebatibles. Un informe
investigativo debe tener la misma fuerza de una sentencia judicial de última
instancia dictada por magistrados probos e impolutos. La denuncia que se
presenta ante la opinión pública no puede estar sujeta a rectificaciones porque
del periodista investigativo se espera la última palabra. Cuando escribí que el
senador que recibía en el estudio de su apartamento los sobornos de Odebrecht
era el mismo que viajaba en el avión presidencial sentado al lado del Jefe del
Estado, lo hice porque ambos hechos son ciertos y no pueden ser desmentidos.
Estas reglas no cambian aunque la
tecnología haya cambiado y existan nuevas fuentes de información cibernética.
Hoy hay acceso a distancia a documentos oficiales que antes solamente se podían
examinar en la dependencia donde reposaban pero lo fundamental es la
acumulación de pruebas irrefutables, verídicas y veraces. Antes o después de
Google, se requiere criterio para analizar las pruebas, capacidad de
interpretación para sopesar grandes volúmenes de información y mucho tiempo
para llegar a conclusiones contundentes.
Para escribir el libro sobre el asesinato
del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla leí seis veces el expediente de
la justicia penal, que tiene diez mil folios. Descarté mucho material, que es
un paso esencial para aprovechar lo verdaderamente relevante. Luego destilé la
información en 168 páginas, traduciéndola y resumiéndola en frases y
conclusiones sencillas, que es otra de las tareas ineludibles para facilitar la
comprensión. Recargar el texto con todo lo que uno ha averiguado fatiga o aleja
al lector.
Cuando un banquero ecuatoriano, Nicolás
Landes, fue acusado por el gobierno colombiano de cometer un fraude de casi 200
millones de dólares que supuestamente giró desde Bogotá a su banco en Miami,
tardé meses en empaparme de toda la documentación. La certeza de su inocencia
la obtuve cuando pedí una cita en la superintendencia financiera del estado de
la Florida, encargada de vigilar el banco gringo de Landes. Al llegar a
Tallahassee, la capital de la Florida, me entregaron varias cajas con
documentos confidenciales a rebosar, lo cual me sorprendió. ¿Por qué me los
mostraban sin solicitarlos? Cuando terminé de tomar apuntes, el funcionario con
el cual yo tenía cita vino a decirme que había estado esperando tres años a que
alguien preguntara por el caso porque se había cometido una injusticia. Nunca
pasaron 200 millones de dólares por el banco de Landes en Miami, ni legales ni
fraudulentos, y la superintendencia de la Florida había dejado constancia
escrita de ese hecho desde el día siguiente a la acusación de Colombia. Pero
nadie se había asomado a preguntar.
Nicolás Landes había pagado altísimos
honorarios a cotizados abogados de Miami, que nunca hicieron una llamada a
Tallahassee. Yo le entregué, de balde, la fotocopia oficial de su inocencia. Lo
cuento en detalle porque con o sin internet, con o sin la pipa de Sherlock
Holmes, nada reemplaza a un buen sabueso.
Sobre Landes se había publicado
información abundantísima en Colombia, Ecuador y Miami. Solamente el periodismo
de investigación, que exige dedicar mucho tiempo a un solo asunto, lindando con
la obsesión, permitió descubrir la verdad irrefragable. Habría también
permitido arribar a la conclusión contraria, si se hubiera cometido el fraude.
La rigurosidad absoluta en la comprobación
de los hechos no puede, sin embargo, arredrar y atemorizar a los medios de
comunicación, que tienen que ser escépticos y suspicaces, que no pueden tragar
entero y que deben dudar metódicamente de la versión oficial.
Ello es particularmente cierto en Colombia,
por varias razones. Primero, porque donde se ponga el dedo, sale pus. Segundo,
porque las autoridades legítimamente constituidas rivalizan entre sí para
cometer toda suerte de abusos y atentados contra los ciudadanos o contra el
erario, unos graves, otros gravísimos, muchos escandalosos y oprobiosos y otros
sencillamente atroces. Tercero, porque el gobierno no es del gobierno sino de
los ciudadanos pero solo un manojo de ciudadanos tiene el tiempo y el
conocimiento para ejercer la fiscalización sobre los poderes públicos, que en
cambio sí pueden realizar los medios de comunicación a nombre de toda la
comunidad. Su cometido y su derrotero es llevar a cabo esa vigilancia.
Del premio de hoy surgen felices
coincidencias, añejas y actuales. En 1979 el Premio Simón Bolívar a la Vida y
Obra fue otorgado al papá de Silvia, Alejandro Galvis Galvis, que lo donó a la
Universidad Autónoma de Bucaramanga (Unab) como primer aporte a la fundación de
una facultad de comunicación social, hoy próxima a cumplir cuarenta años. Esta
universidad entregará en unos días, por primera vez, el Premio Silvia Galvis al
periodismo crítico e independiente. Entre los jurados se cuenta Yvonne
Nicholls, fundadora del Premio Simón Bolívar y generosa madrina de todos los
periodistas del país.
Mencioné al papá de Silvia. Aquí está en
primera fila mi papá, Fausto Donadio, que tiene 97 abriles. Nació en Morano
Calabro, en el tacón de la bota italiana. Desembarcó en el muelle de Puerto
Colombia en 1938 y vive en Colombia desde hace 80 años. Como si fuera el
presidente de Avianca, nos regaló a los hijos decenas de boletos para viajar a
Italia y a otras latitudes, abriéndonos mundos nuevos. Adquirí así los idiomas
y el savoir-faire para adentrarme en fondos nunca antes consultados de los Archivos
Nacionales en Washington, del Archivo Vaticano y de archivos similares en Roma,
Berna, Londres y otros lugares y para extraviarme en la biblioteca más fabulosa
del mundo. En la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos Silvia leyó
todas las obras que necesitó para su formidable novela histórica sobre Soledad
Román y yo pude descifrar períodos de la historia de Colombia para rematar un
puñado de libros.
A este atrevimiento de escribir libros de
historia llegamos también por el periodismo investigativo. La asociación de
periodistas y editores investigativos (IRE por sus siglas en inglés) mencionó
una vez en su revista que los Archivos Nacionales albergaban tesoros para los
periodistas de investigación. Era literalmente cierto. Colombia Nazi reveló cómo
la esvástica se exhibía orgullosamente en Barranquilla durante la Segunda
Guerra Mundial. Juan Gabriel Vásquez escribió años más tarde una estupenda
novela sobre ese período histórico, llamada Los Informantes. En El Jefe Supremo
consignamos información inédita sobre la carrera militar y el gobierno del
general Gustavo Rojas Pinilla. No debería decirlo uno de los autores pero desde
cuando apareció ese libro hace 30 años no se ha publicado otro similar con
documentación de archivo.
Agradezco al jurado este singular honor,
que se torna particularmente grato porque viene a renglón seguido del premio
que recibió el año pasado mi querido amigo Juan José Hoyos, el rey Midas de la
crónica. Agradezco igualmente a Silvia Martínez de Narváez, que ejerce la
dirección del Premio Simón Bolívar con cordialísima discreción.
Muchas gracias.
Mi comité de aplausos ha escogido a Donadío para que los reciba, pero carezco de la forma de hacérselos llegar. Si pudiera ayudarme....gracias.
ResponderEliminar