Pocos como
Alfonso Gómez Gómez
(Este perfil lo escribí para los portales de la UNAB y fue publicado el 12 de marzo de 2021)
Hace 36.525 días, en el amanecer del sábado 12 de marzo del año 1921, nació en una aldea situada a orillas del río Suárez, en el municipio de Galán, uno de los dirigentes más probos y que mejor servicio le han prestado a esta región y a Colombia entera.
De él y ante el fragor de las elecciones de 1989 para la Alcaldía de Bucaramanga, el constructor Armando Puyana Puyana expresó: “Siempre hemos pensado que el candidato sea un hombre mesurado, de gran experiencia en el manejo de la cosa política, de manos limpias, importantísimo, todo lo cual encarna y representa con creces este santandereano ilustre”. Su nombre: Alfonso Gómez Gómez.
Abogado de la Universidad Libre de Bogotá (aunque cursó tres años de su carrera en la Universidad Nacional y tuvo entre sus profesores al ‘caudillo del pueblo’ Jorge Eliécer Gaitán), educador, diplomático y político de una trayectoria intachable que inició como concejal de Galán y concluyó más de medio siglo después como concejal en la ‘Ciudad Levítica’, luego de desempeñarse como diputado, juez municipal, magistrado del Tribunal Administrativo del departamento, representante a la Cámara, senador, ministro de Gobierno (hoy del Interior), embajador ante la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, China y Uruguay, así como dos veces alcalde de Bucaramanga y otras tantas gobernador de Santander.
Liberal de filiación, pero sobre todo heraldo de un ideario de apertura, tolerancia y diálogo, Gómez Gómez fue reconocido tanto por conmilitones y adversarios, lo mismo que los ciudadanos de a pie, como una persona sensata para formar juicio y con el tacto para hablar y obrar, cualidades propias de quienes actúan con discreción y no con ánimo de retaliación o afán de figuración.
En un país en el que por generaciones tantos gobernantes se han visto envueltos en delitos y escándalos de corrupción, Gómez Gómez jamás pisó esos terrenos y por el contrario se mantuvo siempre firme en sus convicciones, que no eran otras que las de ser la voz de campesinos, obreros, mujeres cabezas de hogar y todo aquel que con un simple voto depositara en sus manos no solo la confianza sino el futuro mismo.
“Ustedes conocen mi rostro, mi nombre, mis obras y mi vida. Las razones sobran”, sintetizaba con amabilidad este adalid al que nadie pudo señalar un acto doloso, y quien aun entrado en años no se fatigó de recorrer a caballo, en canoa o en campero los 87 municipios de Santander, constatando las condiciones de supervivencia, necesidades y reclamos de quienes supieron distinguir en él no solo su ecuanimidad sino el valor de su palabra.
De espíritu noble y generoso, Gómez Gómez no dudaba en detener la marcha por las trochas del Carare o García Rovira cuando alguien le abordaba para exponerle una situación o simplemente implorar un par de alpargatas para ir a la escuela. Y es bien sabido que en los constantes viajes a su natal pueblo de Galán, lo primero que hacía era abarrotar el vehículo con elementos de primera necesidad para sus paisanos del asilo.
“Lo asistió un temperamento aplomado, un andar lerdo, y un pensar reflexivo, como si advirtiera que su existencia sería larga, sin afanes, sin tropiezos, pero siempre pensando en avanzar y en dejar una huella perdurable”, subraya Eduardo Durán Gómez, presidente de la Academia Colombiana de Historia.
Con la coherencia que lo caracterizó, el hijo de don Agustín y doña Sara se definía como un líder afirmativo mas no sectario, un peso pesado de la política que supo ganar sin arrogancia, alguien con quien los demás sabían a qué atenerse. Con espontaneidad, aseveraba que “a la gente no le gustan las personas gelatinosas, líquidas, que toman la forma de la vasija que las contenga, porque las reputa oportunistas o débiles de carácter”.
Gómez Gómez, junto a Armando Puyana y Carlos Gómez Albarracín, entre otros, le dejó al Oriente colombiano una de las instituciones de mayor prestigio y que más ha aportado a nuestro desarrollo: la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB), maravilloso fruto de aquella semilla plantada por allá en 1952 con la fundación del Instituto Caldas, en tiempos de oprobio en los que tanto planteles de primaria como de secundaria eran cerrados a quienes no se ajustaran a los preceptos de la ideología conservadora imperante.
Dos de sus estandartes, vigentes siete décadas después y razón de ser de la entidad, han sido la cátedra libre y la libertad de expresión, los cuales se suman a los principios de ética e integralidad, con puertas y mentes abiertas al conocimiento, la innovación y la protección de los recursos naturales.
Fue un convencido de que “quien no lee, difícilmente aprende a escribir”, razón por la cual en su agenda diaria siempre figuró “leer mucho para escribir un poco mejor”. Sabiduría, olfato y vivencias que plasmó en las columnas que por décadas escribió para el periódico creado por su amigo Alejandro Galvis Galvis o en sus libros: “Mirada profunda a un mundo cambiante”, “El seminarista de los ojos tristes” (sobre el piedecuestano Luis Enrique Figueroa Rey) y “Apuntes para una biografía”. No por casualidad fue presidente honorario de la Academia de Historia de Santander y miembro de la Academia Colombiana de la Lengua.
Como faro de miles de bachilleres y universitarios, Gómez Gómez predicó y aplicó su máxima: en vez de maldecir, ¡encendamos la luz!
“Entendió que la verdadera opción para la gente está en su nivel educativo. Miles de personas han encontrado en el Instituto Caldas y en la UNAB la oportunidad de su vida, y de paso la posibilidad de ayudar a la región y a sus coterráneos a través del conocimiento y del trabajo especializado. ‘La región progresa, si la educación se garantiza’ y bajo esa premisa trabajó hasta el último día de su vida”, acota Durán Gómez.
Con una lucidez envidiable y una memoria prodigiosa, este bienhechor falleció en Bucaramanga el 17 de abril de 2013 a los 92 años de edad. Su única tentación o principal debilidad –hay que decirlo–, fue el dulce. Si no que lo digan aquellos que los sábados eran sus convidados a deleitarse con un flan de piña o quienes atónitos le vieron preparar los huevos del desayuno no con aceite, sino con miel de abejas.
Ese mismo personaje de habitual ceño fruncido que narraba con gracia cómo de joven sobrevivió al descarrilamiento del ferrocarril entre Simijaca y Chiquinquirá (Boyacá) porque como apenas le alcanzaba para el boleto en tercera clase solamente sufrió contusiones al caerle encima el equipaje. O el que con 65 calendarios en los hombros no pereció en el accidente de la avioneta piloteada por Milton Salazar Sierra, cuando al aterrizar en San Vicente de Chucurí debido a lo corto de la ‘pista’ dio volantines, derribó arbustos y fue a parar al lecho de la quebrada.
Pocos, poquísimos quizá, como Alfonso Gómez Gómez, “un hombre que casi se acerca a la santidad”, tal como señalara el poeta Rafael Ortiz González.
Un Gómez Gómez que en palabras del ex presidente de la República, Alfonso López Michelsen, “no era un político sino un pastor de almas, un guía, un consejero, a quien como pude comprobarlo, las gentes se acercaban para hacerlo partícipe de sus preocupaciones y angustias, o en búsqueda simplemente, de una orientación segura para resolver sus problemas”.