Algún día habrá humanidad (Páramo de Berlín, Santander)
A esta hora de este día unos 300, 400, 500 venezolanos cruzan el camino de Cúcuta a Bucaramanga a diez grados bajo cero.
Por Ricardo Silva Romero
(Publicada en el diario El País, de España, el miércoles 10 de octubre de 2018)
Pero lo que está pasando es esto: que a esta hora de este día unos trescientos, cuatrocientos, quinientos venezolanos cruzan el frío insoportable e inmisericorde del Páramo de Berlín, diez grados bajo cero en el camino de Cúcuta a Bucaramanga, con el ansia de llegar a alguna parte en donde puedan ser las personas que fueron antes del régimen siniestro. Está ocurriendo esto: que si no fuera por la solidaridad de quienes tienen el don de ver el viacrucis ajeno, si no fuera por los estrujones y los sánduches y las ropas de doña Juana, doña Leonor, don Iván, don Pastor, don José Luis, los caminantes venezolanos sufrirían y morirían más. Está pasando que, por líos de presupuesto o por miedo a los vigilantes estatales, las autoridades están haciendo muy poco —ni Acnur está sirviendo— para aliviar el drama. Y esto es ya lo peor que podía pasar. Y está empezando aquí la xenofobia.
Dice la brillante doña Leonor, una venezolana asilada en Pamplona, que hubo gente que vaticinó estas escenas del fracaso humano —gente que predijo la elección democrática de la tiranía, el empobrecimiento de la sociedad, el reino tambaleante de la versión oficial, la violencia brutal, la degradación de la degradación, el éxodo—, pero que es el momento de augurar que un buen día dejará de pasar. Celebra la alegría caribe de los venezolanos: su entereza para seguir adelante, para reírsele a la tragedia en la cara, para recibir la ayuda de los colombianos que entienden que aquello de que somos iguales no es un anhelo sino un hecho. Pero sabe de memoria, también, que el horror se tiene que conocer, que los lectores y los televidentes y los usuarios tienen que enfrentarse a esta noticia como si estuviera pasándoles.
Cuenta la templada doña Juana —una santandereana con el corazón en la mano— que los venezolanos van a pie entre el polvo, desde el calor hasta el frío del infierno, porque los buses se niegan a correr el riesgo de llevar a quienes no tienen pasaporte. Cuenta que sube un par de veces al hoy llamado “páramo de la muerte”, 3.200 metros sobre el nivel del mar en esa odisea de 195 kilómetros, a darles a los caminantes lo que les pueda dar, a llevarles a los peregrinos lo que les consigan los empresarios bumangueses. Y don Iván y don Pastor y don José Luis, que están allí para ser testigos de esa ruina, insisten e insisten en que esta es la hora de ver a los hombres gritándole al cielo de Maduro por quitarles todo, a las mujeres diciéndose entre dientes que algún día volverán a sus casas, a los niños tiritando y tosiendo y vomitando con los pechos cerrados.
Se pierde demasiada salud, demasiado espíritu, en el intento vano e inútil de demostrar que una cosa son ellos y otra cosa somos nosotros, que no nos iguala el hecho de la vida. Sería ridículo, por no usar la palabra “humano” en el peor de sus sentidos, que se vuelva común el odio por los venezolanos, que se siga diciendo que están tomándose los trabajos y las esquinas de los mendigos y los burdeles como vengándose de lo que hicieron los colombianos en Venezuela hace décadas —eso también se dijo— cuando Venezuela era la solución a los problemas. Pero para eso, para que los prójimos no resulten parias, hay que ver a las madres que tratan de que sus bebés no se mueran, a los niños desnutridos que escupen bilis, a los muchachos sonrientes que ruegan para que sobren cobijas en los gallineros y los garajes del camino.
Aquí están mirándonos a los ojos. Un día y una noche se pasan volando, como una hora nomás, cuando no se es un emigrante venezolano que cruza la frontera a pie con todo el peso sobre un cuerpo sin fuerza. Cuando no se está perdiendo la esperanza de llegar al lugar en donde uno está esperándolo a uno.