jueves, 9 de junio de 2016

Bogotá desde el cerro de Monserrate

Subida en teleférico y bajada en funicular. En cerca de cinco minutos y por 18.000 pesos se pasa de los 2.600 metros sobre el nivel medio del mar en los que se encuentra la ciudad de Bogotá, a los 3.152 msnm del cerro de Monserrate.



Es la Cordillera Oriental y junto al de Guadalupe, este es uno de los puntos de referencia de la capital colombiana que cuenta con ocho millones de habitantes.



En su cima está la Basílica del Señor de Monserrate y este domingo no es la excepción para los cientos de feligreses que vienen a misa, aunque también se ve otro tanto de turistas, sobre todo extranjeros que quieren observar esta ciudad en toda su dimensión.



Unos buscan alimento para el espíritu, otros con el propósito de tomarse un chocolate acompañado de tamal y almojábana, unos más a hacer panorámicas de la Sabana, así como los que acuden para romper la rutina de la semana.



La vista es espectacular, sobre todo del centro con sus casonas coloniales y rascacielos como el de Colpatria (196 metros y 50 pisos, construido en 1979) o el BD Bacatá (67 pisos y 240 metros de altura, en construcción y el más alto de Colombia), sin dejar de mencionar la torre de Avianca, de 161 metros y 41 pisos, que data del año 1969.


También está el antiguo hotel Hilton, de la carrera Séptima.



Estas nuevas torres a un lado de la Avenida Jiménez.


 La Plaza de Bolívar, el Palacio de Justicia, la Catedral y el Congreso de la República.



El estadio Nemesio Camacho El Campín.




El norte de Bogotá.


De regreso al centro capitalino con el Parque Santander y la Torre de Avianca.




El edificio Colpatria con su mirador. 


A mano derecha el edificio BD Bacatá.




El cerro de Guadalupe.


Y el sector de Ciudad Salitre, con sus edificios de apartamentos y de oficinas.

miércoles, 8 de junio de 2016

Pablo Montoya: ¿Para qué la Literatura?

 (Esta nota la publiqué en la edición 449 del Periódico Vivir la UNAB,
 en circulación desde el 7 de mayo de 2016)



Esta historia comienza por el final. Su protagonista es Pablo José Montoya Campuzano. Sus señas son las siguientes: escritor, traductor, filósofo y ensayista nacido en 1963, con acento paisa aunque nació en Barrancabermeja. Viste de chaqueta y una gripa lo trae desde la Feria del Libro de Buenos Aires (Argentina). Es el autor de “Cuaderno de París”, “Lejos de Roma”, “Los derrotados” y “Tríptico de la infamia”, novela con la que se ganó en 2015 el Premio ‘Rómulo Gallegos’, una medalla de oro, un cheque por cien mil dólares -que por fin se lo pagaron en Venezuela en enero pasado- y un pasaporte que hoy lo tiene viajando por el mundo, de charla en feria, como una de las nuevas estrellas de las letras del continente a pesar de que ya tiene 53 años. El motivo: es el invitado a la celebración de los diez años del Programa de Literatura Virtual de la Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Artes de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB)

Y empieza por el final porque en su lectura de 32 minutos se viene‘pluma en ristre’ contra vacas sagradas de la literatura americana como el peruano Jorge Mario Pedro Vargas Llosa o su paisano Gabriel José de la Concordia García Márquez.   

Cuando lean sus respuestas a estas cinco preguntas podrán saber a qué me refiero. Pablo Montoya es consciente que se está cerrando el acceso a un trampolín como el que le puede proporcionar el Nobel peruano, pero no puede callar sus críticas. Con este ensayo da una muestra de lo que ha leído y pone a reflexionar sobre este arte al que tantos latinos ignorantes o perezosos son alérgicos. Pero no le importa. Va para adelante. Cuestiona. Suelta afirmaciones. Incita al debate. Pone a pensar, así sus interlocutores se conformen con aplaudirle y evacuar el Auditorio Menor de la UNAB como almas en deuda, como colegiales que no han hecho la tarea y rehuyen la mirada del profesor.  

Lo convidan a un cumpleaños y mire con lo que sale. ¿Su propósito es alborotar el avispero con tantas afirmaciones y cuestionamientos?

No, en absoluto. Sino que en ese asunto de la Literatura, de para qué se escribe, cómo se escribe, para quién se escribe, siempre aparecen situaciones polémicas, por supuesto, y yo me refiero a algunas de ellas. Pero no, la idea es celebrar de la mejor manera, crítica y polémica sin duda alguna, los diez años del Programa de Literatura Virtual de la UNAB.

Sí, ¿pero celebrar hablando de un JeanPaul Charles Aymard Sartre “marchito?

Una buena parte de la obra de Sartre está bastante marchitada, sobre todo ese libro que se llama “Qué es la Literatura”, del cual releí algunos pasajes para esta charla y me pareció que como era un gran ‘cacique’ de la Literatura y de la Filosofía de entonces –para emplear un término muy colombiano–, se toma todo el tiempo para elucubrar y para extenderse, pero en realidad cuando atina y dice cosas que permanecen, son pocos los momentos en ese libro. Ahora, hay un Sartre que es por supuesto admirable. Algunos momentos de sus libros filosóficos, algunos momentos de sus obras de teatro, “La Náusea” sigue siendo un libro importantísimo, pero creo que “¿Qué es la Literatura?” es un libro importante porque nos pone a debatir sobre lo que significa escribir, pero muchas de sus consideraciones me parece que están superadas.

García Márquez muerto y elevado casi a la categoría de dios y usted lo pone en entredicho por su defensa apasionada del régimen o dictadura de los hermanos Fidel y Raúl Castro en Cuba. ¿Le da miedo que esta noche ‘Gabo’ le ‘tire las patas’?

¡No!, García Márquez está en olor de santidad y nadie lo va a sacar de ahí. Un magnífico escritor, sin duda, pero con una serie de consideraciones y de actitudes si no reprochables si al menos discutibles. Y eso es lo que yo he tratado de hacer en algunos de mis ensayos, como de polemizar en torno a un escritor que tiene por supuesto grandísimas virtudes, pero que como todo escritor también ofrece momentos de pugna. Creo que soy uno de esos escritores que estoy a toda hora pugnando con ese maestro y con ese gran padre de nuestra literatura que es García Márquez.  

Hablando en términos taurinos, su puntillazo es contra Vargas Llosa cuando dice que cuestiona la modernidad pero a la vez se ha convertido en un figurín de revistas de jet set. ¿O es que lo poseyó un espíritu que le hace decir ese tipo de cosas?

Hay un Vargas Llosa que yo admiro mucho y que enseña mucho, que es el primer Vargas Llosa, que va quizás hasta “La guerra del fin del mundo”. Es un extraordinario escritor. Javier Cercas –autor de “El impostor” y “Soldados de Salamina”– dice que en literatura latinoamericana del siglo XX hay pocos que han escrito cuatro obras maestras y que el único es Vargas Llosa, en lo cual estoy de acuerdo con Cercas. Pero sí hay un Vargas Llosa que me parece completamente incómodo, que es el que aparece en las revistas del jet set, el que aparece al lado de los poderosos, el que invita a sus fiestas a los grandes de nuestros gobiernos latinoamericanos… Ese Vargas Llosa me resulta completamente polémico y discutible, y aprovecho cuando se me da la oportunidad de poner esos puntos sobre las ies.

¿Para qué enfrentarse a los ortodoxos diciendo que todavía hay colombianos que creen que la Biblia es el único libro verdadero y que los demás textos son mera charlatanería? ¿Eso es un puyazo contra el senador Álvaro Uribe Vélez y el procurador Alejandro Ordóñez? ¿O al que le caiga el guante que se lo chante?

Hablo de Antioquia y de Medellín, que es una ciudad llena de católicos y de sectarios cristianos, y es porque vivo en ese medio que me parece que todavía existe esa consideración. Y por supuesto el que se sienta involucrado en eso, desde el procurador Ordóñez hasta el expresidente Uribe, pues bienvenidos a mi impugnación.

¡Que Dios lo perdone!

¡Gracias!



A riesgo de que estas páginas sean pasadas por alto para quienes se conforman con ver las fotos y creer que están informados, reproduzco la intervención de Pablo Montoya y les dejo su correo electrónico pablojmontoya@yahoo.com por si le quieren revirar. 

“Sé que enfrento un tema espinoso. La pregunta por la literatura en tiempos convulsos ya se ha formulado varias veces, y con pertinencia, a lo largo de la historia de la cultura. La pregunta es inherente a las épocas en que han surgido las grandes creaciones literarias. Desde esta perspectiva, si miramos la tragedia griega, la poesía y la epístola latinas, las novelas de caballería, el ensayo renacentista, el teatro barroco y la novela moderna que se desprende de él, la poesía romántica y la narrativa burguesa realista, nos daremos cuenta de que la escritura se ha relacionado siempre con los conflictos, sea de avance o de retroceso, de las sociedades humanas. Desde el siglo XX hasta nuestros días, período brutal como el que más, época de una gran violencia ejercida por el hombre sobre el hombre mismo y el planeta, hemos sido testigos de cómo el abrazo entre arte y crisis muestra un horizonte tan rico y complejo como feroz y apocalíptico. No reconocer esta faceta destructiva es necio. Y también lo es ampararnos en aquello de que hoy tenemos vacunas y seguridad social, o de que podemos viajar con mayor comodidad y rapidez de un continente a otro, o de que sabemos lo que pasa inmediatamente en el vasto mundo de las naciones, o de que la situación de las mujeres y las minorías ha mejorado ostensiblemente, o de que nos rigen no déspotas temibles como antes sino demócratas filantrópicos, para concluir, al modo de aquel célebre maestro de Cándido, que vivimos el mejor de los mundos posibles. Basta unos cuantos paradigmas para demostrar que nuestra modernidad, de la que se jactan algunos optimistas incurables, es uno de los más cabales trasuntos del horror: dos guerras mundiales, terminada la segunda de ellas con la manifestación de los campos de concentración y las bombas atómicas; una guerra fría que armó hasta lo inverosímil a las potencias del capitalismo y el comunismo con misiles nucleares capaces de destruir el planeta y desequilibrar por siempre el sistema solar; un montón de guerras sangrientas por confusos intereses de liberación nacional; los grandes genocidios ocurridos en África, Asia y América por razones políticas o religiosas; la creación de las multinacionales de la alimentación masiva con la que se ha sistematizado la tortura y el asesinato de millones de animales; el formidable y degradante crecimiento de una sociedad de consumo que en vez de educar embrutece; el terrorismo que fornica obscenamente con los paraísos fiscales, la corrupción de quienes nos gobiernan y el negocio universal del narcotráfico; y como consecuencia de todo esto, la herida que le hemos ocasionado a los ecosistemas del agua, la tierra y el aire y de la cual quién sabe si podremos salir avante como especie.

Este abrazo entre literatura y crisis es tan evidente que me atrevería a decir que se ejerce la literatura porque, al hacerlo, somos conscientes de que ella nos permite comprender mejor los núcleos fundamentales de nuestra existencia. Estos últimos, o al menos los que más me interesan en tanto que escritor, están atravesados por una cierta permanencia del mal. De ese mal que consiste en provocarle al otro dolor y sufrimiento. Aunque sé que hay una literatura que propende por la luz y se inclina por la creencia en la vida y en las virtudes de todo tipo que posee la criatura humana, son esos otros itinerarios, aquellos que nos revelan los hondos desgarramientos humanos, los que conmueven con mayor fuerza. Porque esa literatura virtuosa que se apoya en la psicología de autoayuda o en las dádivas que prometen los populismos religiosos o políticos, o en las convicciones personales de quienes creen que lo digno de narrar es la felicidad, es por lo general una literatura tediosa y de calidad endeble. No digo nada nuevo cuando afirmo entonces que la buena literatura siempre se ha escrito en tiempos sombríos. Porque así el exterior no lo sea y se conviva en medio de la tolerancia y el respeto y la comodidad material no sea la gran preocupación de todos los días, el hombre es un singular campo de batalla en donde se debaten fuerzas múltiples y contrarias.

Esta correspondencia entre creación y agitación social o individual, que hunde sus raíces en tiempos remotos, me permite establecer una primera consideración. La  función de la literatura es reveladora y, en esta dirección, educativa en el sentido más profundo. Se entra en sus dominios y lo que terminamos haciendo es penetrar en el meollo mismo del hombre, en sus fantasmas más lóbregos y en sus fantasías más espléndidas. La literatura, sus obras más intensas, las más acabadas, las más perdurables, ayuda a tener un mejor conocimiento de nosotros mismos. Harold Bloom se pregunta por qué leer y su respuesta me parece ejemplar: leemos porque de alguna manera u otra queremos desarrollar en nosotros una personalidad autónoma. Pero alcanzar este nivel de autonomía no es fácil. Ni para el lector ni para el escritor. Es indispensable, en primer lugar, que ambos se adentren en zonas desconocidas y temerarias. Las divisas frente a los modos de descubrir esas regiones ignotas son varias pero todas, más o menos, apuntan a algo parecido. Recuerdo una caricatura que vi hace años en una revista dedicada a Dostoievski. El dibujo mostraba al escritor con un fósforo prendido frente a un enorme túnel en cuya entrada había una flecha y un cartel que decía: al inconsciente. Esa cerilla es muy similar a la que Faulkner se refería cuando creía que los escritores lo que hacen con sus libros es encender un fósforo diminuto en medio de la rotunda oscuridad que nos rodea. Rimbaud, en su “Carta al Vidente”, lo formula quizás con más arrojo: para ir al encuentro de lo desconocido es menester desarreglar los sentidos. Y el poeta sabe que el camino es tortuoso, plagado de consternaciones y que es necesario ser fuerte. Roberto Bolaño pensaba, por su parte, que para escribir bien había que “meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío”. Así podríamos detenernos en otras aseveraciones de este talante. HermannBroch diciéndonos que es inmoral aquella literatura, él hablaba específicamente de la novela, que no descubre algún terreno de la existencia hasta entonces desconocido. Y sabemos que cuando aparece ante nosotros esa literatura moral entonces, como decía Kafka, se convierte en un hacha que rompe el mar helado que hay dentro de nosotros.    



Esta función reveladora de la literatura ha sido tanto más significativa para mí cuanto que ella se enlaza con algunos aspectos que quisiera presentarles ahora. Por un lado está la esencia consoladora que otorgan los libros y el ejercicio de la escritura. En realidad, pienso que la literatura, así como el arte y la filosofía, son espacios que brindan consuelo. Y creo que la ampliación de los campos del conocimiento va muy de la mano de esta acción lenitiva. Tal premisa tiene una raíz, podría concluirse, en el cristianismo, o en los textos cimeros del estoicismo griego y romano. Y en efecto, o al menos en lo que tiene que ver con mi historia personal, yo aprendí a entender este efecto consolador cuando, en medio de una adolescencia atormentada, siendo miembro de una familia católica, leí la Biblia y, más particularmente, los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Estaba arrasado por la confusión y la angustia, consciente por primera vez de mi fragilidad física o mental, cuando leí el Eclesiastés, los Salmos y los Proverbios. En ellos, lo confieso, encontré esos primeros indicios vivificantes. Más tarde sentí algo similar con textos que son propiamente literarios. El gran impacto que me ocasionaron, en esos mismos años, el conocimiento de Dostoievski y Tolstoi va, justamente, en esa dirección. La obra de esos dos rusos era al mismo tiempo una inmersión en el dolor y la angustia del ser, en la efervescencia de una sociedad sacudida por la opresión, la miseria y el mal; pero también actuaron en mí como bálsamos raros. Al leer Crimen y Castigo y La muerte de Iván Ilich, la impresión que tuve era que sus personajes y, por lo tanto, sus autores, habían padecido más que yo, pobre muchacho colombiano que trataba de encontrar su vocación artística en un ambiente que se resistía a ello. Con el tiempo, esta consolación he podido entenderla de un modo más amplio. En el discurso que escribí para recibir el premio Rómulo Gallegos dado a una novela que trata sobre el padecimiento de las guerras y el aprendizaje del arte pictórico, hablo de ese desamparo ecuménico que acompaña al ser humano desde que nace hasta que muere. A esta labilidad del cuerpo y del espíritu la complementan, por su parte, las vicisitudes propias de cada época histórica. La primera orfandad tiene que ver con nuestra condición de ser organismos corruptibles, mortales y efímeros. La segunda está relacionada con las congojas que el hombre ha provocado al edificar sus sociedades opresivas y desequilibradas. Pues bien, ante este panorama particular soy de esos escritores que creen que la literatura actúa como un escudo, como una muralla, como una fortaleza. Hay una antigua leyenda griega que cuenta cómo el rey Midas persigue incansablemente al viejo Sileno. Sileno es un compañero de Dioniso y, a su modo, es un sabio y un demonio. Midas es, por su parte, uno de esos personajes que quiere preguntar cosas no indebidas pero sí complicadas. Y Sileno lo sabe y por tal razón no quiere encontrarse con el rey. Pero los reyes, y sobre todo los griegos, siempre terminan logrando sus objetivos para el bien de nuestra formación. La pregunta de Midas es la siguiente: ¿qué cosa debe preferir el hombre por encima de todas las demás? Sileno entonces lo mira, con sus ojos maliciosos, y le suelta la respuesta: “raza fugaz y miserable, hija del azar y del dolor, ¿por qué me fuerzas a revelarte lo que más te valiera no conocer? Lo que debes preferir a todo es, para ti, lo imposible: es no haber nacido, no ser, ser la nada. Pero después de esto, lo mejor que puedes desear es morir pronto”.  Sin embargo, la vida nos demuestra a cada instante que nacemos, que somos y que no queremos ser nada ni morir tan ligero. Justamente, una de las formas de enfrentar las duras palabras de Sileno es apoyarnos en la literatura. Ella, esa circunstancia que consiste simplemente en leer y escribir, ayuda a enfrentar mejor esa ardua condición que nos modela. Ella es, en cierta medida, nuestro gran consuelo. Posee el poder de darnos fuerzas para sortear nuestra miseria y nuestra brevedad, nuestro dolor y nuestro a veces insoportable azar.

s ambal,. o entenderla de una manera mçasrataba de encontrar su camino en medio de una familia que no querdad la obra de DostoyeHe mencionado la Biblia. Y no quisiera dejar pasar por alto esta mención. Y, sobre todo, la certeza que siempre he tenido cuando he leído este libro. A pesar de su inevitable y complejísimo contexto religioso, creo que mi fidelidad a la literatura alcanza tales límites que me parece mejor leer la Biblia, el Corán o la Torá como obras literarias y no como compendios de dogmas sagrados. Sé que con esta actitud me separo de esa vieja tradición humanística, muy libresca por cierto, en la que el ejercicio de la memoria y la escritura y la práctica de una cierta moral filosófica están enraizadas en el cristianismo, y entro a ser parte, más bien, de ese lector de hogaño que ya no ejerce el hábito memorioso y sabe que leer es, de alguna manera, una actividad del ocio y de la curiosidad. Incluso los textos filosóficos – de Heráclito, Tales de Mileto, Pitágoras, Platón, Agustín, Plotino y otros de épocas posteriores- me han seducido muchísimo más cuando los confronto desde mis inquietudes literarias. A esta conclusión, por supuesto, no llegué solo. El encuentro con la obra de Borges, a través de los modos en que él enlaza la filosofía, la religión con el cuento, el poema y el ensayo, fue crucial. Pero me atrevo a suponer que Borges no hubiera sido tan importante en mi proceso de lector y escritor, si yo no hubiera leído, cuando era ese niño que desembocaba en la adolescencia, esos grandes libros monoteístas con la percepción de que todo aquello era el fruto de la imaginación humana. Y eso que leí esos libros por primera vez, valga la pena precisarlo, en una atmósfera penetrada por el catolicismo excesivo de los antioqueños que pensaban entonces, acaso lo sigan pensando así, que la Biblia es el libro verdadero y los otros meras charlatanerías. Este gesto de leer la palabra divina como un texto literario me parece apto para encarar otro de los aspectos esenciales de la literatura. Mi lectura de la Biblia, ahora lo sé con mayor claridad, era incómoda. Cuando echo una mirada hacia atrás, y veo a ese muchachito inclinado sobre las páginas de la gran Biblia roja que había en casa, ocupando un altar de la sala que siempre estaba alumbrado por un cirio, reconozco lo que tal vez sea el origen de mi rebeldía. Leer el Pentateuco y pensar que todos esos relatos maravillosos y terribles (la creación del mundo en pocos días, un hombre y una mujer hablando con una serpiente, un asesino que huye y siempre es perseguido por un ojo divino que es como un sol despiadado, una nave inmensa capaz de guardar el macho y la hembra de todos los animales del mundo, un aguacero que dura unos días y unas noches que son el tiempo más sombrío del universo y luego esa torre infinita de la que nacen los infinitos idiomas) eran quizás una máscara de Dios, pero representaban para mí el resultado de una imaginación tan portentosa que me quitaba el sueño y me dejaba siempre con mi pequeña alma en vilo.   

No exagero si digo que de esas lecturas a contracorriente de mi infancia y adolescencia a la idea que tendría después sobre la literatura, en tanto que ella para mí es el ámbito de la rebeldía, no hay mucha distancia. En este sentido, me siento un discípulo de Voltaire que pensaba, y eso lo demostró con holgura, que se escribía no solo para entretener sino para molestar, para denunciar, para incomodar. Luego esto lo hicieron, a su vez, Víctor Hugo y Emile Zola y André Gide y Albert Camus. Estos escritores entendieron la literatura, es decir la escritura y la lectura, como coyunturas creativas que van necesariamente de la soledad a la solidaridad. De la soledad porque, como lo plantea Sarte, un libro no es más que “la azarosa empresa de un hombre solo”. Y de la solidaridad porque esa empresa no tendría mayor sentido si no fuese leído por los otros. En esta perspectiva, de lo que se trata es de desenmascarar realidades cuya pretensión falaz es decirnos que todo está bien, que no ha pasado nada, cuando lo que las sostiene es la vejación y el engaño. Javier Cercas hace un balance sobre esa relación de la literatura con la sociedad y que podría estar en la base de esa pregunta, para qué la literatura, que estimula nuestras reflexiones. Cercas dice que la misión de la literatura, acaso la más importante, es la de “desautomatizar la realidad”. Y esta desautomatización pasa obligatoriamente por aquel concepto del escritor como pirómano y de la literatura como incendio. Esto, por supuesto, nos pone de cara ante la idea de una literatura entendida como compromiso. Y quizás esto del fuego de la denuncia podría hacernos pensar en una literatura revolucionaria, en una literatura comprometida con los cambios sociales de la modernidad. Hubo un tiempo, el de Sartre y el del enfrentamiento entre capitalismo y comunismo durante la Guerra Fría, en que esto se entendió casi como un axioma. Solo la literatura comprometida es una literatura libre, decía Sartre, como su fuera el verdadero profeta de los tiempos modernos. En su libro que, en español, se llama Qué es la literatura, se plantean esos compromisos que son éticos y morales y que, según el filósofo francés, son los que deben caracterizar una literatura genuina y eternamente comprometida con la libertad. Aunque interesante y de obligatoria lectura cuando queremos saber qué pasaba con el estatuto ideológico del escritor europeo en los tiempos de la posguerra, el libro de Sartre resulta hoy paquidérmico, caduco y, sobre todo, atravesado de una arrogancia intelectual insoportable. Sin embargo, con respecto a este tipo de divisas propuestas por escritores ideólogos, que creían que había que escribir para el proletariado, los tiempos han cambiado. Y el cambio no se produjo desde un bando opuesto, sino desde el mismo centro del redil comunista. García Márquez, casi veinte años después de las proclamas de Sartre, dijo algo que da al traste con la subordinación de la literatura a la política. García Márquez acababa de terminar Cien años de soledad y le escribió a uno de sus amigos: “Pensando en política, el deber revolucionario de un escritor es escribir bien (…) la literatura positiva, el arte comprometido, la novela como fusil para tumbar gobiernos es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba ningún gobierno”. Curiosa frase de García Márquez, escrita antes de que él se hubiera convertido en el defensor incondicional de una dictadura comunista como lo es la castrista, y que su misma pluma se hubiera convertido no en un fusil, pero sí en un instrumento para defender un gobierno viciado. Digamos entonces que la literatura comprometida es aquella en la que el autor simplemente se compromete por entero en la elaboración de su obra. Y Cercas, en un tono que define bastante bien la esencia de nuestras inquietudes a propósito de este tema, concluye que “toda literatura auténtica es literatura comprometida, al menos en la medida en que toda literatura auténtica aspira a cambiar el mundo cambiando la percepción del mundo del lector, que es la única forma en que la literatura puede cambiar el mundo”.

Otro aspecto que debe sostener el acto literario es la disidencia. Sobre todo en estos tiempos en que el arte y la literatura misma han caído en las redes del espectáculo y la sociedad de consumo. Y quizás ese sea uno de los puentes que comunica el credo de Zola con el de García Márquez, o el de Voltaire con Víctor Hugo y Albert Camus. Disidencia que va mucho más allá, hasta hundirse en los inicios mismos del debate cuando dos escritores griegos ventilaban el asunto con claridad meridiana. Por un lado, Platón proponiendo que el filósofo debía aliarse con el tirano para el bien de la sociedad. Y, por el otro, Diógenes, rechazando radicalmente cualquier vínculo entre pensamiento y tiranía porque él es inevitablemente espurio. Pero la nuestra, y me permito dar este salto de tanto siglos, es una civilización en la que las cosas se han degradado tanto que la confusión, el cansancio y la vileza reinan por todas partes. Theodor Adorno prevenía frente a este horizonte corrompido al decir que todo, en el mundo capitalista, es susceptible de convertirse en mercancía. El libro y el autor están vinculados, ahora más que nunca, a un gigantesco carrusel de la compraventa. Incluso, al interior de este horizonte, se presentan circunstancias paradójicas. Escritores como Vargas Llosa, que algún día marcaron nuestros derroteros literarios con sus grandes novelas de su primer período, criticando la sociedad del espectáculo, y él mismo confabulado con la parte más vulgar y mediática de esa sociedad del espectáculo. Las advertencias de Adorno, por supuesto, son más dignas de tener en cuenta que la palabrería sospechosa de Vargas Llosa que se ha convertido, además de figurín de portada de revistas de Jet Set, en un adalid defensor de las democracias neoliberales y sus líderes turbios. Adorno en su autobiografía tiene entonces la certidumbre de que el hombre vive en hogares prefabricados y dañados. Según el filósofo alemán todo lo que se dice, se piensa o se sueña, y todos los objetos que se logran poseer, son meras mercancías. El lenguaje, igualmente, se ha convertido en una jerga y todo ha terminado por tener un precio en un mundo que gobiernan fanáticos del odio y del crimen y payasos de la estupidez. George Steiner, a propósito de esta gran crisis, hace un recuento preciso: “La retórica política, la caprichosa mendicidad del periodismo y de los medios de comunicación de masas, la jerigonza trivializante de los modos del discurso pública y socialmente aprobados, han hecho que casi todos los hombres y mujeres urbanos modernos digan, oigan o lean una jerga vacía, una locuacidad cancerosa. El lenguaje ha perdido su propia capacidad para la verdad, para la honestidad política o personal”. Ante semejante coyuntura y sus siniestras proyecciones, Adorno considera que el único hogar confiable que puede construir el hombre, a pesar de su evidente vulnerabilidad, es la escritura. Así lo creyeron Kafka, Paul Celan, Walter Benjamin y OssipMandelstam. Y leyéndolos a ellos, y teniendo en cuenta los tiempos actuales, sería ingenuo esperar que dentro de la escritura podamos acceder al bienestar. Pretender hacer de la escritura una casa confiable y confortable es válido. Cada escritor hace de ella lo que desee, no faltaba más. Pero para mí esa casa, o esa muralla, o esa fortaleza, o esa atalaya tiene sus particularidades. No puedo olvidar, por ejemplo, la observación de Kafka que dice que la escritura es una enfermedad atroz, opaca y cancerosa, no recomendable para las gentes con sentido común. Del mismo modo, creo que la escritura es más bien el aposento que se construye al lado de los barrancos, el refugio que se levanta frente a las tempestades, el surco para el sembradío que se cava en terrenos erosionados. Y es desde esta condición que la palabra literaria logra adquirir su especial sabiduría. 

Los términos con que me he referido al escritor y a la literatura–crisis, revelación, consuelo, disidencia, sabiduría- harían pensar que se está hablando de una instancia especial. Que hay en todas estas elucubraciones una cierta inclinación hacia la idea de que el escritor es un elegido y que, por derivación, la literatura y el arte son las moradas de esa singularidad. Cuando nos enfrentamos a la literatura y tratamos de explicarnos sus fundamentos y su utilidad, siempre tropezamos con el asunto de las técnicas literarias. El cómo se escribe que nos arroja al tema de la tradición literaria y al de su ruptura. Ese saber hacer, basado en la idea de que la literatura es orden y organización, que se abraza, por otra parte, con el para quién se escribe. Las coordenadas intrínsecas del texto cuya comprensión se establece si lo aunamos a la recepción que ese mismo texto tiene en la comunidad de los lectores. Pero por encima de estas relaciones que, como sabemos, suponen el objeto de estudio de las academias literarias, siempre aparece, aunque sea para que lo consideremos con ironía o simplemente lo despreciemos, ese más allá del arte. Ese más allá que se instala, como lo dice Thomas Mann, “por encima de lo esquemático, de lo que se adquiere, de lo tradicional, de lo que uno puede enseñar a otro y del cómo hay que hacerlo”. La idea de sensibilidad privilegiada, de inteligencia soberana, de enfermedad implacable, es decir de lo que se llama incómodamente genialidad, pareciera asomarse aquí. Y siguiendo estos lindes podríamos preguntarnos por las condiciones primordiales que necesitaría un escritor. Y así hablar de su capacidad de asombro ante la realidad y al mismo tiempo de su frialdad mantenida a la hora de escribir; del sentido de la originalidad que lo domina y de la robusta inocencia y su capacidad de trabajo que deben caracterizarlo. En fin, preguntarnos, pues todavía la pregunta es necesaria de algún modo, si el progreso de una literatura, su avance que muchas veces no es más que un regreso al pasado, se hace gracias a la personalidad del escritor. Personalidad que, como lo señala Mann, “es producto e instrumento de su tiempo y en la cual se conjugan hasta identificarse e intercambiar sus formas lo subjetivo y lo objetivo”. Me seduce la idea -siempre me ha parecido así, pese a mis muchas lecturas sociológicas de la literatura- que el escritor es una suerte de demiurgo, es decir, un maestro, un hacedor, un artesano. No es el creador del universo, pero sí un impulsor de la dinámica renovadora que flota entre los hombres. Y no se olvide que el escritor hace libros. Y cada libro, como lo afirma Steiner, es “una apuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que solo puede ganarse cuando el libro vuelve a abrirse”.

Con todo, nada sería el escritor sin el lector. ¿De qué sirve el altísimo libro soñado por Mallarmé, o las bibliotecas de pesadilla de Borges si no hay lectores? Por ello mismo, la noción de elegido, que concierne al autor y su obra, y que puede molestar y hacer sonreír a muchos, depende de esa interlocución que desde un principio propone la práctica de la literatura. La idea de que la literatura es un ménage à troisno me disgusta del todo. Ella siempre ha sido un juego incesante, de amor y odio, de atracciones y repudios, de inspiración y exhalación, entre el autor, el texto y el lector. Y hoy comprendemos que la historia de la lectura ha evolucionado con base en la importancia concedida a cada uno de estos personajes. Por un tiempo la historia moderna de la literatura, es decir el estudio crítico de su devenir, dependió del autor, después pasó al texto y luego al lector. Sabemos que la novela en Occidente inicia con las aventuras del Quijote. De un solo envión, como se dice, Cervantes inauguró el género novelístico y lo llevó a su máxima apoteosis. Y desde un principio comprendimos también, bueno aunque en realidad eso se logró muchos años después, las dimensiones de ese juego que Cervantes propone con audacia en esas páginas. Por un lado, mostrarnos una primera parte en que el hidalgo y su escudero se enfrentan a la realidad; y una segunda en que se pone de manifiesto cómo ambos personajes se relacionan con la representación que de ellos hacen los textos. Javier Cercas señala que todo esto tiene vital importancia para el desarrollo de la literatura, no solo gracias al autor mismo del Quijote, sino al papel que debe ocupar el desocupado lector hacia el cual va dirigida esta ficción portentosa. “En definitiva, dice Cercas, es el lector, y no sólo el escritor, quien crea el libro”. Y si hay obras maestras, lo cual podría afianzar la idea de que el autor esta hecho de un material propio de los genios, estas, como lo señala Paul Valéry, se deben a la calidad del lector. El crítico francés dice algo que todos los lectores, sobre todo aquellos que creemos en la literatura, en su poder de negar el tiempo, o de impugnarlo o de resarcirlo, deberíamos agradecer siempre: “Lector riguroso, con sutileza, con lentitud, con tiempo e ingenuidad armada. Solo él puede hacer una obra maestra”. 


Pero no nos hagamos ilusiones frente a esta bella apología del lector. Nuestro tiempo, desde este punto de vista, es opaco. Valéry y Borges fueron el producto de una burguesía culta e enciclopédica que hoy nos parece distante. Vivimos una época en que el silencio ha sido despojado del acto de la lectura para reemplazarse con el interminable aullido de las sirenas. Vivimos un tiempo vertiginoso en el que la lentitud es vista desdeñosamente por encima de los hombros del computador, la tabla y el celular. Ese lector rumiante, tan pedido por Nietzsche, y que de su mano pregonó Estanislao Zuleta en los medios universitarios colombianos hace unas décadas, es como una antigualla. Aunque no desconozco que hay exponentes de esa velocidad virtual que están convencidos de que es posible escribir una novela a punto de twiterso de wthatsapp. Escribirla, no lo dudo. Pero que sea memorable, prefiero recogerme en la reserva. Todo es posible, sin embargo, en el agitadísimo, escandaloso, artificial y frívolo reino de los hombres posmodernos y sus literaturas. Pero lo que no se puede ignorar es el país en que vivimos. Es difícil  pasar por alto los índices que señalan los bajísimos niveles de lectura que hay en Colombia. Somos todavía, así gran parte de su población viva actualmente en las ciudades, una nación inculta, analfabeta, supersticiosa en el peor sentido de la palabra y propenso a las barbaries que se han originado, desde el siglo XIX hasta nuestro presente, en esos medios ganaderos, agropecuarios y eclesiásticos y que se han instalado, finalmente, en las grandes urbes que crecen entre el caos, la masificación y la corrupción generalizada. Todo esto no es culpa del pueblo, aunque en algo él es responsable de ello. Los grandes responsables de este desastre social en que vivimos son los gobernantes que hemos tenido. Lo cual significa que somos nosotros quienes los hemos elegido y por lo tanto la responsabilidad es un asunto que nos incumbe a todos. Las altas cifras de violaciones a niñas y adolescentes, la presencia ignominiosa de los grupos criminales armados conformados generalmente por jóvenes y presentes en ciertas zonas rurales y urbanas de nuestro país, va de la mano de la poca lectura y de la falta de educación que siempre nos ha definido. Se nos dice, no obstante, que somos un país feliz. Acaso sea cierto, pero se trata de una felicidad precaria y falaz. Si la literatura puede cambiar la íntima realidad de un lector, y teniendo en cuenta que estos podrían ser muchos, es posible que la sociedad, por la influencia de la lectura, sea transformada benignamente. Aquí, me atrevería a creerlo, se enlazan, no sé si para el bien de ellos pero sí para el sentido de estas reflexiones, todos los escritores que he citado. Suena un poco utópico, y de promesas y sueños utópicos está poblada la literatura, pero la práctica de la lectura y la escritura permitirían la construcción de un ámbito menos injusto, más equitativo y más ético. Para este tipo de cosas, sin duda, también sirve la literatura”.

Postal colombiana



El rebusque en una imagen.
Foto PVG

martes, 7 de junio de 2016

¡Vallenato de verdad!

(Esta nota la publiqué en la edición 449 del Periódico Vivir la UNAB,
 en circulación desde el 7 de mayo de 2016)

"Me llamen compae Chipuco
y vivo a orillas del río Cesar,
soy vallenato de verdad
y tengo las patas bien pintá’s,
con mi sombrero bien alón
ypa'remate me gusta el ron”

“Compae Chipuco” del compositor José María 'Chema' Gómez Daza.



Pedro José Rueda Pinilla no tiene que decir que es vallenato porque con la gracia que hace sonar el acordeón diatónico alemán marca Hohner, ya es suficiente para dejar con la boca abierta a su interlocutor, cuando no es que de inmediato pone a cantar y bailar a quienes se encuentren cerca.

De 20 años de edad y aunque nació en la ciudad de Barranquilla, considera que es del municipio de Fundación (Magdalena), donde se hizo bachiller del colegio ‘La Sagrada Familia’. Rueda Pinilla ganó el pasado 1 de mayo la corona de Rey Vallenato Aficionado, un título por el que ha luchado tanto o más que por sacar adelante sus estudios de Administración de Empresas en la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB).

Quien lo guía para esta cita es su profesor César Darío Galvis Moreno, que más pareciera su promotor artístico dado el entusiasmo con el que lo presenta a todo aquel que se encuentra en el camino. Estamos en la Plazoleta de los Fundadores y son las 12:40 del mediodía. De la soledad propia de la hora van apareciendo rápidamente curiosos que asoman del Bloque D y del Edificio Administrativo cuando escuchan los aires de “La casa en el aire”, “039” o “La diosa coronada”.

Pedro José recuerda que ese domingo en la tarima ‘Colacho Mendoza’ de Valledupar (Cesar) donde se llevaba a cabo la edición 49 del Festival de la Leyenda Vallenata tendría que enfrentarse a contendores como José Gómez Molina, Pablo Morales, Daniel Holguín –a la postre segundo– y Camilo Carvajal –tercero–, quienes contaban con más favoritismo entre los 70 aspirantes al título.



Sin embargo, se subió convencido de que esta vez sí sería, transmitiéndoles esa energía a Andrés Camilo Sáenz y Breiner Alfonso Gutiérrez, sus acompañantes en la caja y la guacharaca. Ya había competido en una ocasión en la categoría infantil, cinco en la juvenil y una en aficionado, así que iba mentalizado para que la octava incursión y tercera final consecutiva fueran la vencida. Por eso se entregó al máximo con la interpretación del paseo “La vecina de Chavita”, el merengue “La Sandiegana”, el son “El pájaro carpintero” y una pulla de su autoría denominada “En nombre de Jesucristo”.

“Esto es algo indescriptible, un sueño que se me ha hecho realidad y es una gran responsabilidad porque de ahora en adelante debo llevar el acordeón en el pecho con mucho más compromiso y con más cadencia, conservándolos aires tradicionales y la nota vallenata que se ha perdido en los últimos años, pero estamos en pro de rescatarla”, manifestaba emocionado a El Pilón apenas se conoció el veredicto de los jurados (Danilo Rojas, Esteban Salas, Javier Montero, Carlos Huertas y Noé Martínez) y una nube de periodistas le abordó para obtener su reacción.

Se refería a las composiciones de juglares de la talla de Rafael Calixto Escalona Martínez, Gilberto Alejandro Durán Díaz y Leandro José Díaz Duarte, entre otras leyendas que proyectaron a tal nivel el género Vallenato que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) lo declaró en diciembre pasado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Un Vallenato de merengue, paseo, puya, son y tambora que no puede confundirse con la cría de la ballena y mucho menos con esa cosa destemplada, repetitiva, ramplona y hasta grotesca que suena tanto en ciudades como Bucaramanga y que algunos seguidores de Peter Manjarrés y Silvestre Dangond osan denominar ‘la nueva ola’ y que otros califican como vallenato comercial o ‘vallenato yuca’.

Pedro José, hijo de un zapatoca llamado Carlos Rueda y de doña Inés Pinilla, repite que lo que más cuenta es el sentimiento que se le ponga a cada interpretación y que el Vallenato no se toca con los dedos sino con el corazón.  Melancólico o alegre, apenas algo se le viene a la mente, toma uno de los acordeones y le saca melodías a ese fuelle que se asemeja a una serpiente subiendo hacia la Sierra Nevada de Santa Marta. “Los vecinos me entenderán”, dice y suelta una carcajada.



No está estudiando Administración de Empresas por descarte y afirma que sabrá combinar las complejas teorías que le enseñan Néstor Raúl Obando León e Ignacio Carvajal Almeida con su pasión por el acordeón y la música, que empezó desde cuando tenía nueve años y no porque en su familia haya artistas. “Solamente mi hermano y yo somos como el inicio de esta dinastía. El acordeón llega a mis manos porque mi padrino se lo regaló a mi primo y él se fue para la universidad. Entonces él nos los cedió, aprendimos y le fuimos cogiendo más amor a este instrumento”, explica.

Y complementa: “He tenido muchos profesores y este instrumento es muy difícil, que requiere improvisación y mucha creatividad y para llegar a un punto alto se necesitan unas bases vallenatas, que eso de oído no se logran mucho”.

Con ese acento propio de los habitantes del Cesar, Magdalena o La Guajira, dice: ‘Claro que sí compadre!”, al explicar que alguien que no ha nacido en la ‘Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar’ también puede ser un vallenato de verdad. “No hay raza, ni edad, no hay nada que impida que alguien toque Vallenato, después que sientan, vivan y mueran por el acordeón y por esta música”.

Sostiene que cada quien es libre de escuchar lo que la plazca, en respuesta a quienes eso que tanto suena en las emisoras locales nos pone al borde de un ataque de nervios. Y agrega: “El Vallenato es un canto al paisaje, a las madrugadas, a la mujer bonita, aunque últimamente se ha venido perdiendo calidad en las composiciones y hay canciones que no dicen nada. Pero el Vallenato es cantarle a la vida, respetando a la mujer, y es lo más bonito que ha podido mi Diosito ponernos en las manos”.

Conoce de esa metamorfosis –por llamarla de una manera generosa– que ha llevado a que un par de cantantes se den besos en la tarima –como ocurrió en el reciente festival– y otro salga a gritar “Te empeliculaste, te sollaste” o “Pum, pum, pum, se acelera mi corazón, me pones a bailar de la emoción y hasta te bailo reguetón”, y por eso trata de mantenerse a distancia de esa tentación facilista, como también del licor, porque hay quienes no conciben música sin ron. Mucho más ahora que acaba de ser papá de un niño al que junto con su novia Mónica Macías llamó José Alejandro y aspira que continúe sus pasos. “Este arte es de mucha responsabilidad y uno es lo que quiere ser. Uno tiene que ser un ejemplo a seguir”, acota.

“Yo respeto mucho mis raíces vallenatas. Estar en una parranda donde hay conocedores me motiva mucho más a seguir guardando la línea de Rafael Escalona, Leandro Díaz, Juancho Polo Valencia, Luis Enrique Martínez y tantos otros que han sido lo que han hecho relucir este Vallenato”, asevera.



Como si ser Rey Vallenato Aficionado fuera poco y mientras sus amigos María Eugenia y Fernando concretan la invitación a un ‘toque’ en su apartamento, Pedro José, el futuro hombre que manejará los negocios de comercio y ganado de sus padre, será uno de los protagonistas de la próxima Feria del Libro Ulibro de la UNAB ya que en la última semana de agosto estará en un mano a mano en el Auditorio Mayor ‘Carlos Gómez Albarracín’ con el periodista bogotano Daniel Samper Pizano, quien vendrá a hablar del libro “100 años de Vallenato” (Editorial Aguilar), que escribió junto a su esposa Pilar Tafur. Ese día le pasará la tristeza que siente por no haber podido presentarse hasta ahora en esta UNAB que tanto dice amar.