(Esta nota la publiqué en la edición 449 del Periódico Vivir la UNAB,
en circulación desde el 7 de mayo de 2016)
Esta historia comienza por el final. Su
protagonista es Pablo José Montoya Campuzano. Sus señas son las siguientes:
escritor, traductor, filósofo y ensayista nacido en 1963, con acento paisa
aunque nació en Barrancabermeja. Viste de chaqueta y una gripa lo trae desde la
Feria del Libro de Buenos Aires (Argentina). Es el autor de “Cuaderno de
París”, “Lejos de Roma”, “Los derrotados” y “Tríptico de la infamia”, novela
con la que se ganó en 2015 el Premio ‘Rómulo Gallegos’, una medalla de oro, un
cheque por cien mil dólares -que por fin se lo pagaron en Venezuela en enero
pasado- y un pasaporte que hoy lo tiene viajando por el mundo, de charla en
feria, como una de las nuevas estrellas de las letras del continente a pesar de
que ya tiene 53 años. El motivo: es el invitado a la celebración de los diez
años del Programa de Literatura Virtual de la Facultad de Ciencias Sociales,
Humanidades y Artes de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB)
Y empieza por el final porque en su lectura de 32 minutos se
viene‘pluma en ristre’ contra vacas sagradas de la literatura americana como el
peruano Jorge Mario Pedro Vargas Llosa o su paisano Gabriel José de la Concordia
García Márquez.
Cuando
lean sus respuestas a estas cinco preguntas podrán saber a qué me refiero.
Pablo Montoya es consciente que se está cerrando el acceso a un trampolín como
el que le puede proporcionar el Nobel peruano, pero no puede callar sus
críticas. Con este ensayo da una muestra de lo que ha leído y pone a
reflexionar sobre este arte al que tantos latinos ignorantes o perezosos son
alérgicos. Pero no le importa. Va para adelante. Cuestiona. Suelta
afirmaciones. Incita al debate. Pone a pensar, así sus interlocutores se
conformen con aplaudirle y evacuar el Auditorio Menor de la UNAB como almas en
deuda, como colegiales que no han hecho la tarea y rehuyen la mirada del
profesor.
Lo
convidan a un cumpleaños y mire con lo que sale. ¿Su propósito es alborotar el
avispero con tantas afirmaciones y cuestionamientos?
No, en absoluto. Sino que en ese asunto de la Literatura, de
para qué se escribe, cómo se escribe, para quién se escribe, siempre aparecen
situaciones polémicas, por supuesto, y yo me refiero a algunas de ellas. Pero
no, la idea es celebrar de la mejor manera, crítica y polémica sin duda alguna,
los diez años del Programa de Literatura Virtual de la UNAB.
Sí, ¿pero
celebrar hablando de un Jean–Paul Charles Aymard Sartre “marchito?
Una buena parte de la obra de Sartre está bastante
marchitada, sobre todo ese libro que se llama “Qué es la Literatura”, del cual
releí algunos pasajes para esta charla y me pareció que como era un gran
‘cacique’ de la Literatura y de la Filosofía de entonces –para emplear un
término muy colombiano–, se toma todo el tiempo para elucubrar y para
extenderse, pero en realidad cuando atina y dice cosas que permanecen, son
pocos los momentos en ese libro. Ahora, hay un Sartre que es por supuesto
admirable. Algunos momentos de sus libros filosóficos, algunos momentos de sus
obras de teatro, “La Náusea” sigue siendo un libro importantísimo, pero creo
que “¿Qué es la Literatura?” es un libro importante porque nos pone a debatir
sobre lo que significa escribir, pero muchas de sus consideraciones me parece
que están superadas.
García
Márquez muerto y elevado casi a la categoría de dios y usted lo pone en
entredicho por su defensa apasionada del régimen –o dictadura– de los hermanos Fidel y Raúl Castro en
Cuba. ¿Le da miedo que esta noche ‘Gabo’ le ‘tire las patas’?
¡No!, García Márquez está en olor de santidad y nadie lo va
a sacar de ahí. Un magnífico escritor, sin duda, pero con una serie de
consideraciones y de actitudes si no reprochables si al menos discutibles. Y
eso es lo que yo he tratado de hacer en algunos de mis ensayos, como de
polemizar en torno a un escritor que tiene por supuesto grandísimas virtudes,
pero que como todo escritor también ofrece momentos de pugna. Creo que soy uno
de esos escritores que estoy a toda hora pugnando con ese maestro y con ese
gran padre de nuestra literatura que es García Márquez.
Hablando
en términos taurinos, su puntillazo es contra Vargas Llosa cuando dice que
cuestiona la modernidad pero a la vez se ha convertido en un figurín de
revistas de jet set. ¿O es que lo poseyó un espíritu que le hace decir ese tipo
de cosas?
Hay un Vargas Llosa que yo admiro mucho y que enseña mucho,
que es el primer Vargas Llosa, que va quizás hasta “La guerra del fin del
mundo”. Es un extraordinario escritor. Javier Cercas –autor de “El impostor” y
“Soldados de Salamina”– dice que en literatura latinoamericana del siglo XX hay
pocos que han escrito cuatro obras maestras y que el único es Vargas Llosa, en
lo cual estoy de acuerdo con Cercas. Pero sí hay un Vargas Llosa que me parece
completamente incómodo, que es el que aparece en las revistas del jet set, el
que aparece al lado de los poderosos, el que invita a sus fiestas a los grandes
de nuestros gobiernos latinoamericanos… Ese Vargas Llosa me resulta
completamente polémico y discutible, y aprovecho cuando se me da la oportunidad
de poner esos puntos sobre las ies.
¿Para qué
enfrentarse a los ortodoxos diciendo que todavía hay colombianos que creen que
la Biblia es el único libro verdadero y que los demás textos son mera
charlatanería? ¿Eso es un puyazo contra el senador Álvaro Uribe Vélez y el
procurador Alejandro Ordóñez? ¿O al que le caiga el guante que se lo chante?
Hablo de Antioquia y de Medellín, que es una ciudad llena de
católicos y de sectarios cristianos, y es porque vivo en ese medio que me
parece que todavía existe esa consideración. Y por supuesto el que se sienta
involucrado en eso, desde el procurador Ordóñez hasta el expresidente Uribe,
pues bienvenidos a mi impugnación.
¡Que Dios
lo perdone!
¡Gracias!
A riesgo de que estas páginas sean pasadas por alto para quienes se conforman con ver las fotos y creer que están informados, reproduzco la intervención de Pablo Montoya y les dejo su correo electrónico pablojmontoya@yahoo.com por si le quieren revirar.
“Sé que enfrento un tema espinoso. La pregunta por
la literatura en tiempos convulsos ya se ha formulado varias veces, y con
pertinencia, a lo largo de la historia de la cultura. La pregunta es inherente
a las épocas en que han surgido las grandes creaciones literarias. Desde esta
perspectiva, si miramos la tragedia griega, la poesía y la epístola latinas,
las novelas de caballería, el ensayo renacentista, el teatro barroco y la
novela moderna que se desprende de él, la poesía romántica y la narrativa burguesa
realista, nos daremos cuenta de que la escritura se ha relacionado siempre con
los conflictos, sea de avance o de retroceso, de las sociedades humanas. Desde
el siglo XX hasta nuestros días, período brutal como el que más, época de una
gran violencia ejercida por el hombre sobre el hombre mismo y el planeta, hemos
sido testigos de cómo el abrazo entre arte y crisis muestra un horizonte tan
rico y complejo como feroz y apocalíptico. No reconocer esta faceta destructiva
es necio. Y también lo es ampararnos en aquello de que hoy tenemos vacunas y
seguridad social, o de que podemos viajar con mayor comodidad y rapidez de un
continente a otro, o de que sabemos lo que pasa inmediatamente en el vasto
mundo de las naciones, o de que la situación de las mujeres y las minorías ha
mejorado ostensiblemente, o de que nos rigen no déspotas temibles como antes
sino demócratas filantrópicos, para concluir, al modo de aquel célebre maestro
de Cándido, que vivimos el mejor de los mundos posibles. Basta unos cuantos
paradigmas para demostrar que nuestra modernidad, de la que se jactan algunos
optimistas incurables, es uno de los más cabales trasuntos del horror: dos
guerras mundiales, terminada la segunda de ellas con la manifestación de los
campos de concentración y las bombas atómicas; una guerra fría que armó hasta
lo inverosímil a las potencias del capitalismo y el comunismo con misiles
nucleares capaces de destruir el planeta y desequilibrar por siempre el sistema
solar; un montón de guerras sangrientas por confusos intereses de liberación
nacional; los grandes genocidios ocurridos en África, Asia y América por
razones políticas o religiosas; la creación de las multinacionales de la
alimentación masiva con la que se ha sistematizado la tortura y el asesinato de
millones de animales; el formidable y degradante crecimiento de una sociedad de
consumo que en vez de educar embrutece; el terrorismo que fornica obscenamente
con los paraísos fiscales, la corrupción de quienes nos gobiernan y el negocio
universal del narcotráfico; y como consecuencia de todo esto, la herida que le
hemos ocasionado a los ecosistemas del agua, la tierra y el aire y de la cual
quién sabe si podremos salir avante como especie.
Este abrazo entre literatura y crisis es tan
evidente que me atrevería a decir que se ejerce la literatura porque, al
hacerlo, somos conscientes de que ella nos permite comprender mejor los núcleos
fundamentales de nuestra existencia. Estos últimos, o al menos los que más me
interesan en tanto que escritor, están atravesados por una cierta permanencia
del mal. De ese mal que consiste en provocarle al otro dolor y sufrimiento.
Aunque sé que hay una literatura que propende por la luz y se inclina por la
creencia en la vida y en las virtudes de todo tipo que posee la criatura
humana, son esos otros itinerarios, aquellos que nos revelan los hondos
desgarramientos humanos, los que conmueven con mayor fuerza. Porque esa
literatura virtuosa que se apoya en la psicología de autoayuda o en las dádivas
que prometen los populismos religiosos o políticos, o en las convicciones
personales de quienes creen que lo digno de narrar es la felicidad, es por lo
general una literatura tediosa y de calidad endeble. No digo nada nuevo cuando
afirmo entonces que la buena literatura siempre se ha escrito en tiempos
sombríos. Porque así el exterior no lo sea y se conviva en medio de la
tolerancia y el respeto y la comodidad material no sea la gran preocupación de
todos los días, el hombre es un singular campo de batalla en donde se debaten
fuerzas múltiples y contrarias.
Esta correspondencia entre creación y agitación
social o individual, que hunde sus raíces en tiempos remotos, me permite
establecer una primera consideración. La
función de la literatura es reveladora y, en esta dirección, educativa
en el sentido más profundo. Se entra en sus dominios y lo que terminamos
haciendo es penetrar en el meollo mismo del hombre, en sus fantasmas más
lóbregos y en sus fantasías más espléndidas. La literatura, sus obras más
intensas, las más acabadas, las más perdurables, ayuda a tener un mejor
conocimiento de nosotros mismos. Harold Bloom se pregunta por qué leer y su
respuesta me parece ejemplar: leemos porque de alguna manera u otra queremos
desarrollar en nosotros una personalidad autónoma. Pero alcanzar este nivel de
autonomía no es fácil. Ni para el lector ni para el escritor. Es indispensable,
en primer lugar, que ambos se adentren en zonas desconocidas y temerarias. Las
divisas frente a los modos de descubrir esas regiones ignotas son varias pero
todas, más o menos, apuntan a algo parecido. Recuerdo una caricatura que vi
hace años en una revista dedicada a Dostoievski. El dibujo mostraba al escritor
con un fósforo prendido frente a un enorme túnel en cuya entrada había una
flecha y un cartel que decía: al inconsciente. Esa cerilla es muy similar a la
que Faulkner se refería cuando creía que los escritores lo que hacen con sus
libros es encender un fósforo diminuto en medio de la rotunda oscuridad que nos
rodea. Rimbaud, en su “Carta al Vidente”, lo formula quizás con más arrojo:
para ir al encuentro de lo desconocido es menester desarreglar los sentidos. Y
el poeta sabe que el camino es tortuoso, plagado de consternaciones y que es
necesario ser fuerte. Roberto Bolaño pensaba, por su parte, que para escribir
bien había que “meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío”. Así
podríamos detenernos en otras aseveraciones de este talante. HermannBroch
diciéndonos que es inmoral aquella literatura, él hablaba específicamente de la
novela, que no descubre algún terreno de la existencia hasta entonces
desconocido. Y sabemos que cuando aparece ante nosotros esa literatura moral
entonces, como decía Kafka, se convierte en un hacha que rompe el mar helado
que hay dentro de nosotros.
Esta función reveladora de la literatura ha sido
tanto más significativa para mí cuanto que ella se enlaza con algunos aspectos
que quisiera presentarles ahora. Por un lado está la esencia consoladora que
otorgan los libros y el ejercicio de la escritura. En realidad, pienso que la
literatura, así como el arte y la filosofía, son espacios que brindan consuelo.
Y creo que la ampliación de los campos del conocimiento va muy de la mano de
esta acción lenitiva. Tal premisa tiene una raíz, podría concluirse, en el
cristianismo, o en los textos cimeros del estoicismo griego y romano. Y en
efecto, o al menos en lo que tiene que ver con mi historia personal, yo aprendí
a entender este efecto consolador cuando, en medio de una adolescencia
atormentada, siendo miembro de una familia católica, leí la Biblia y, más particularmente, los
libros sapienciales del Antiguo Testamento. Estaba arrasado por la confusión y
la angustia, consciente por primera vez de mi fragilidad física o mental,
cuando leí el Eclesiastés, los Salmos y los Proverbios. En ellos, lo confieso, encontré esos primeros indicios
vivificantes. Más tarde sentí algo similar con textos que son propiamente
literarios. El gran impacto que me ocasionaron, en esos mismos años, el
conocimiento de Dostoievski y Tolstoi va, justamente, en esa dirección. La obra
de esos dos rusos era al mismo tiempo una inmersión en el dolor y la angustia
del ser, en la efervescencia de una sociedad sacudida por la opresión, la
miseria y el mal; pero también actuaron en mí como bálsamos raros. Al leer Crimen y Castigo y La muerte de Iván Ilich, la impresión que tuve era que sus
personajes y, por lo tanto, sus autores, habían padecido más que yo, pobre
muchacho colombiano que trataba de encontrar su vocación artística en un
ambiente que se resistía a ello. Con el tiempo, esta consolación he podido
entenderla de un modo más amplio. En el discurso que escribí para recibir el
premio Rómulo Gallegos dado a una novela que trata sobre el padecimiento de las
guerras y el aprendizaje del arte pictórico, hablo de ese desamparo ecuménico
que acompaña al ser humano desde que nace hasta que muere. A esta labilidad del
cuerpo y del espíritu la complementan, por su parte, las vicisitudes propias de
cada época histórica. La primera orfandad tiene que ver con nuestra condición
de ser organismos corruptibles, mortales y efímeros. La segunda está
relacionada con las congojas que el hombre ha provocado al edificar sus
sociedades opresivas y desequilibradas. Pues bien, ante este panorama
particular soy de esos escritores que creen que la literatura actúa como un
escudo, como una muralla, como una fortaleza. Hay una antigua leyenda griega
que cuenta cómo el rey Midas persigue incansablemente al viejo Sileno. Sileno
es un compañero de Dioniso y, a su modo, es un sabio y un demonio. Midas es,
por su parte, uno de esos personajes que quiere preguntar cosas no indebidas
pero sí complicadas. Y Sileno lo sabe y por tal razón no quiere encontrarse con
el rey. Pero los reyes, y sobre todo los griegos, siempre terminan logrando sus
objetivos para el bien de nuestra formación. La pregunta de Midas es la
siguiente: ¿qué cosa debe preferir el hombre por encima de todas las demás?
Sileno entonces lo mira, con sus ojos maliciosos, y le suelta la respuesta:
“raza fugaz y miserable, hija del azar y del dolor, ¿por qué me fuerzas a
revelarte lo que más te valiera no conocer? Lo que debes preferir a todo es,
para ti, lo imposible: es no haber nacido, no ser, ser la nada. Pero después de
esto, lo mejor que puedes desear es morir pronto”. Sin embargo, la vida nos demuestra a cada
instante que nacemos, que somos y que no queremos ser nada ni morir tan ligero.
Justamente, una de las formas de enfrentar las duras palabras de Sileno es
apoyarnos en la literatura. Ella, esa circunstancia que consiste simplemente en
leer y escribir, ayuda a enfrentar mejor esa ardua condición que nos modela.
Ella es, en cierta medida, nuestro gran consuelo. Posee el poder de darnos
fuerzas para sortear nuestra miseria y nuestra brevedad, nuestro dolor y
nuestro a veces insoportable azar.
s ambal,. o entenderla de
una manera mçasrataba de encontrar su camino en medio de una familia que no
querdad la obra de DostoyeHe mencionado
la Biblia. Y no quisiera dejar pasar
por alto esta mención. Y, sobre todo, la certeza que siempre he tenido cuando
he leído este libro. A pesar de su inevitable y complejísimo contexto
religioso, creo que mi fidelidad a la literatura alcanza tales límites que me
parece mejor leer la Biblia, el Corán o la Torá como obras literarias y no como compendios de dogmas sagrados.
Sé que con esta actitud me separo de esa vieja tradición humanística, muy
libresca por cierto, en la que el ejercicio de la memoria y la escritura y la
práctica de una cierta moral filosófica están enraizadas en el cristianismo, y
entro a ser parte, más bien, de ese lector de hogaño que ya no ejerce el hábito
memorioso y sabe que leer es, de alguna manera, una actividad del ocio y de la
curiosidad. Incluso los textos filosóficos – de Heráclito, Tales de Mileto,
Pitágoras, Platón, Agustín, Plotino y otros de épocas posteriores- me han
seducido muchísimo más cuando los confronto desde mis inquietudes literarias. A
esta conclusión, por supuesto, no llegué solo. El encuentro con la obra de
Borges, a través de los modos en que él enlaza la filosofía, la religión con el
cuento, el poema y el ensayo, fue crucial. Pero me atrevo a suponer que Borges
no hubiera sido tan importante en mi proceso de lector y escritor, si yo no
hubiera leído, cuando era ese niño que desembocaba en la adolescencia, esos
grandes libros monoteístas con la percepción de que todo aquello era el fruto
de la imaginación humana. Y eso que leí esos libros por primera vez, valga la
pena precisarlo, en una atmósfera penetrada por el catolicismo excesivo de los
antioqueños que pensaban entonces, acaso lo sigan pensando así, que la Biblia es el libro verdadero y los otros
meras charlatanerías. Este gesto de leer la palabra divina como un texto
literario me parece apto para encarar otro de los aspectos esenciales de la
literatura. Mi lectura de la Biblia,
ahora lo sé con mayor claridad, era incómoda. Cuando echo una mirada hacia
atrás, y veo a ese muchachito inclinado sobre las páginas de la gran Biblia roja que había en casa, ocupando
un altar de la sala que siempre estaba alumbrado por un cirio, reconozco lo que
tal vez sea el origen de mi rebeldía. Leer el Pentateuco y pensar que todos esos relatos maravillosos y terribles
(la creación del mundo en pocos días, un hombre y una mujer hablando con una
serpiente, un asesino que huye y siempre es perseguido por un ojo divino que es
como un sol despiadado, una nave inmensa capaz de guardar el macho y la hembra
de todos los animales del mundo, un aguacero que dura unos días y unas noches
que son el tiempo más sombrío del universo y luego esa torre infinita de la que
nacen los infinitos idiomas) eran quizás una máscara de Dios, pero
representaban para mí el resultado de una imaginación tan portentosa que me
quitaba el sueño y me dejaba siempre con mi pequeña alma en vilo.
No exagero si digo que de esas lecturas a
contracorriente de mi infancia y adolescencia a la idea que tendría después
sobre la literatura, en tanto que ella para mí es el ámbito de la rebeldía, no
hay mucha distancia. En este sentido, me siento un discípulo de Voltaire que
pensaba, y eso lo demostró con holgura, que se escribía
no solo para entretener sino para molestar, para denunciar, para incomodar.
Luego esto lo hicieron, a su vez, Víctor Hugo y Emile Zola y André Gide y
Albert Camus. Estos escritores entendieron la literatura, es decir la escritura
y la lectura, como coyunturas creativas que van necesariamente de la soledad a
la solidaridad. De la soledad porque, como lo plantea Sarte, un libro no es más
que “la azarosa empresa de un hombre solo”. Y de la solidaridad porque esa empresa
no tendría mayor sentido si no fuese leído por los otros. En esta perspectiva,
de lo que se trata es de desenmascarar realidades cuya pretensión falaz es
decirnos que todo está bien, que no ha pasado nada, cuando lo que las sostiene
es la vejación y el engaño. Javier Cercas hace un balance sobre esa relación de
la literatura con la sociedad y que podría estar en la base de esa pregunta,
para qué la literatura, que estimula nuestras reflexiones. Cercas dice que la
misión de la literatura, acaso la más importante, es la de “desautomatizar la
realidad”. Y esta desautomatización pasa obligatoriamente por aquel concepto
del escritor como pirómano y de la literatura como incendio. Esto, por
supuesto, nos pone de cara ante la idea de una literatura entendida como
compromiso. Y quizás esto del fuego de la denuncia podría hacernos pensar en
una literatura revolucionaria, en una literatura comprometida con los cambios
sociales de la modernidad. Hubo un tiempo, el de Sartre y el del enfrentamiento
entre capitalismo y comunismo durante la Guerra Fría, en que esto se entendió
casi como un axioma. Solo la literatura comprometida es una literatura libre,
decía Sartre, como su fuera el verdadero profeta de los tiempos modernos. En su
libro que, en español, se llama Qué es la
literatura, se plantean esos compromisos que son éticos y morales y que,
según el filósofo francés, son los que deben caracterizar una literatura
genuina y eternamente comprometida con la libertad. Aunque interesante y de
obligatoria lectura cuando queremos saber qué pasaba con el estatuto ideológico
del escritor europeo en los tiempos de la posguerra, el libro de Sartre resulta
hoy paquidérmico, caduco y, sobre todo, atravesado de una arrogancia
intelectual insoportable. Sin embargo, con respecto a este tipo de divisas
propuestas por escritores ideólogos, que creían que había que escribir para el
proletariado, los tiempos han cambiado. Y el cambio no se produjo desde un
bando opuesto, sino desde el mismo centro del redil comunista. García Márquez,
casi veinte años después de las proclamas de Sartre, dijo algo que da al traste
con la subordinación de la literatura a la política. García Márquez acababa de
terminar Cien años de soledad y le
escribió a uno de sus amigos: “Pensando en política, el deber revolucionario de
un escritor es escribir bien (…) la literatura positiva, el arte comprometido,
la novela como fusil para tumbar gobiernos es una especie de aplanadora de
tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo. Y para colmo de
vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba ningún gobierno”. Curiosa frase de García
Márquez, escrita antes de que él se hubiera convertido en el defensor
incondicional de una dictadura comunista como lo es la castrista, y que su
misma pluma se hubiera convertido no en un fusil, pero sí en un instrumento
para defender un gobierno viciado. Digamos entonces que la literatura
comprometida es aquella en la que el autor simplemente se compromete por entero
en la elaboración de su obra. Y Cercas, en un tono que define bastante bien la
esencia de nuestras inquietudes a propósito de este tema, concluye que “toda
literatura auténtica es literatura comprometida, al menos en la medida en que
toda literatura auténtica aspira a cambiar el mundo cambiando la percepción del
mundo del lector, que es la única forma en que la literatura puede cambiar el
mundo”.
Otro aspecto que debe sostener el acto literario es
la disidencia. Sobre todo en estos tiempos en que el arte y la literatura misma
han caído en las redes del espectáculo y la sociedad de consumo. Y quizás ese
sea uno de los puentes que comunica el credo de Zola con el de García Márquez,
o el de Voltaire con Víctor Hugo y Albert Camus. Disidencia que va mucho más
allá, hasta hundirse en los inicios mismos del debate cuando dos escritores griegos
ventilaban el asunto con claridad meridiana. Por un lado, Platón proponiendo
que el filósofo debía aliarse con el tirano para el bien de la sociedad. Y, por
el otro, Diógenes, rechazando radicalmente cualquier vínculo entre pensamiento
y tiranía porque él es inevitablemente espurio. Pero la nuestra, y me permito
dar este salto de tanto siglos, es una civilización en la que las cosas se han
degradado tanto que la confusión, el cansancio y la vileza reinan por todas
partes. Theodor Adorno prevenía frente a este horizonte corrompido al decir que
todo, en el mundo capitalista, es susceptible de convertirse en mercancía. El
libro y el autor están vinculados, ahora más que nunca, a un gigantesco
carrusel de la compraventa. Incluso, al interior de este horizonte, se
presentan circunstancias paradójicas. Escritores como Vargas Llosa, que algún
día marcaron nuestros derroteros literarios con sus grandes novelas de su
primer período, criticando la sociedad del espectáculo, y él mismo confabulado
con la parte más vulgar y mediática de esa sociedad del espectáculo. Las
advertencias de Adorno, por supuesto, son más dignas de tener en cuenta que la
palabrería sospechosa de Vargas Llosa que se ha convertido, además de figurín
de portada de revistas de Jet Set, en un adalid defensor de las democracias
neoliberales y sus líderes turbios. Adorno en su autobiografía tiene entonces
la certidumbre de que el hombre vive en hogares prefabricados y dañados. Según
el filósofo alemán todo lo que se dice, se piensa o se sueña, y todos los
objetos que se logran poseer, son meras mercancías. El lenguaje, igualmente, se
ha convertido en una jerga y todo ha terminado por tener un precio en un mundo
que gobiernan fanáticos del odio y del crimen y payasos de la estupidez. George
Steiner, a propósito de esta gran crisis, hace un recuento preciso: “La
retórica política, la caprichosa mendicidad del periodismo y de los medios de
comunicación de masas, la jerigonza trivializante de los modos del discurso
pública y socialmente aprobados, han hecho que casi todos los hombres y mujeres
urbanos modernos digan, oigan o lean una jerga vacía, una locuacidad cancerosa.
El lenguaje ha perdido su propia capacidad para la verdad, para la honestidad
política o personal”. Ante semejante coyuntura y sus siniestras proyecciones,
Adorno considera que el único hogar confiable que puede construir el hombre, a
pesar de su evidente vulnerabilidad, es la escritura. Así lo creyeron Kafka,
Paul Celan, Walter Benjamin y OssipMandelstam. Y leyéndolos a ellos, y teniendo
en cuenta los tiempos actuales, sería ingenuo esperar que dentro de la
escritura podamos acceder al bienestar. Pretender hacer de la escritura una
casa confiable y confortable es válido. Cada escritor hace de ella lo que
desee, no faltaba más. Pero para mí esa casa, o esa muralla, o esa fortaleza, o
esa atalaya tiene sus particularidades. No puedo olvidar, por ejemplo, la
observación de Kafka que dice que la escritura es una enfermedad atroz, opaca y
cancerosa, no recomendable para las gentes con sentido común. Del mismo modo,
creo que la escritura es más bien el aposento que se construye al lado de los
barrancos, el refugio que se levanta frente a las tempestades, el surco para el
sembradío que se cava en terrenos erosionados. Y es desde esta condición que la
palabra literaria logra adquirir su especial sabiduría.
Los términos con que me he referido al escritor y a
la literatura–crisis, revelación, consuelo, disidencia, sabiduría- harían
pensar que se está hablando de una instancia especial. Que hay en todas estas
elucubraciones una cierta inclinación hacia la idea de que el escritor es un
elegido y que, por derivación, la literatura y el arte son las moradas de esa
singularidad. Cuando nos enfrentamos a la literatura y tratamos de explicarnos
sus fundamentos y su utilidad, siempre tropezamos con el asunto de las técnicas
literarias. El cómo se escribe que nos arroja al tema de la tradición literaria
y al de su ruptura. Ese saber hacer, basado en la idea de que la literatura es
orden y organización, que se abraza, por otra parte, con el para quién se
escribe. Las coordenadas intrínsecas del texto cuya comprensión se establece si
lo aunamos a la recepción que ese mismo texto tiene en la comunidad de los
lectores. Pero por encima de estas relaciones que, como sabemos, suponen el
objeto de estudio de las academias literarias, siempre aparece, aunque sea para
que lo consideremos con ironía o simplemente lo despreciemos, ese más allá del
arte. Ese más allá que se instala, como lo dice Thomas Mann, “por encima de lo
esquemático, de lo que se adquiere, de lo tradicional, de lo que uno puede
enseñar a otro y del cómo hay que hacerlo”. La idea de sensibilidad
privilegiada, de inteligencia soberana, de enfermedad implacable, es decir de
lo que se llama incómodamente genialidad, pareciera asomarse aquí. Y siguiendo
estos lindes podríamos preguntarnos por las condiciones primordiales que
necesitaría un escritor. Y así hablar de su capacidad de asombro ante la
realidad y al mismo tiempo de su frialdad mantenida a la hora de escribir; del
sentido de la originalidad que lo domina y de la robusta inocencia y su
capacidad de trabajo que deben caracterizarlo. En fin, preguntarnos, pues
todavía la pregunta es necesaria de algún modo, si el progreso de una
literatura, su avance que muchas veces no es más que un regreso al pasado, se
hace gracias a la personalidad del escritor. Personalidad que, como lo señala
Mann, “es producto e instrumento de su tiempo y en la cual se conjugan hasta
identificarse e intercambiar sus formas lo subjetivo y lo objetivo”. Me seduce
la idea -siempre me ha parecido así, pese a mis muchas lecturas sociológicas de
la literatura- que el escritor es una suerte de demiurgo, es decir, un maestro,
un hacedor, un artesano. No es el creador del universo, pero sí un impulsor de
la dinámica renovadora que flota entre los hombres. Y no se olvide que el
escritor hace libros. Y cada libro, como lo afirma Steiner, es “una apuesta
contra el olvido, una postura contra el silencio que solo puede ganarse cuando
el libro vuelve a abrirse”.
Con todo, nada sería el escritor sin el lector. ¿De
qué sirve el altísimo libro soñado por Mallarmé, o las bibliotecas de pesadilla
de Borges si no hay lectores? Por ello mismo, la noción de elegido, que
concierne al autor y su obra, y que puede molestar y hacer sonreír a muchos,
depende de esa interlocución que desde un principio propone la práctica de la
literatura. La idea de que la literatura es un ménage à troisno me disgusta del todo. Ella siempre ha sido un
juego incesante, de amor y odio, de atracciones y repudios, de inspiración y
exhalación, entre el autor, el texto y el lector. Y hoy comprendemos que la
historia de la lectura ha evolucionado con base en la importancia concedida a
cada uno de estos personajes. Por un tiempo la historia moderna de la
literatura, es decir el estudio crítico de su devenir, dependió del autor,
después pasó al texto y luego al lector. Sabemos que la novela en Occidente
inicia con las aventuras del Quijote.
De un solo envión, como se dice, Cervantes inauguró el género novelístico y lo
llevó a su máxima apoteosis. Y desde un principio comprendimos también, bueno
aunque en realidad eso se logró muchos años después, las dimensiones de ese
juego que Cervantes propone con audacia en esas páginas. Por un lado, mostrarnos
una primera parte en que el hidalgo y su escudero se enfrentan a la realidad; y
una segunda en que se pone de manifiesto cómo ambos personajes se relacionan
con la representación que de ellos hacen los textos. Javier Cercas señala que
todo esto tiene vital importancia para el desarrollo de la literatura, no solo
gracias al autor mismo del Quijote,
sino al papel que debe ocupar el desocupado lector hacia el cual va dirigida
esta ficción portentosa. “En definitiva, dice Cercas, es el lector, y no sólo
el escritor, quien crea el libro”. Y si hay obras maestras, lo cual podría
afianzar la idea de que el autor esta hecho de un material propio de los
genios, estas, como lo señala Paul Valéry, se deben a la calidad del lector. El
crítico francés dice algo que todos los lectores, sobre todo aquellos que
creemos en la literatura, en su poder de negar el tiempo, o de impugnarlo o de
resarcirlo, deberíamos agradecer siempre: “Lector riguroso, con sutileza, con
lentitud, con tiempo e ingenuidad armada. Solo él puede hacer una obra
maestra”.
Pero no nos hagamos ilusiones frente a esta bella
apología del lector. Nuestro tiempo, desde este punto de vista, es opaco.
Valéry y Borges fueron el producto de una burguesía culta e enciclopédica que
hoy nos parece distante. Vivimos una época en que el silencio ha sido despojado
del acto de la lectura para reemplazarse con el interminable aullido de las
sirenas. Vivimos un tiempo vertiginoso en el que la lentitud es vista
desdeñosamente por encima de los hombros del computador, la tabla y el celular.
Ese lector rumiante, tan pedido por Nietzsche, y que de su mano pregonó
Estanislao Zuleta en los medios universitarios colombianos hace unas décadas,
es como una antigualla. Aunque no desconozco que hay exponentes de esa
velocidad virtual que están convencidos de que es posible escribir una novela a
punto de twiterso de wthatsapp. Escribirla, no lo dudo. Pero
que sea memorable, prefiero recogerme en la reserva. Todo es posible, sin
embargo, en el agitadísimo, escandaloso, artificial y frívolo reino de los
hombres posmodernos y sus literaturas. Pero lo que no se puede ignorar es el
país en que vivimos. Es difícil pasar
por alto los índices que señalan los bajísimos niveles de lectura que hay en
Colombia. Somos todavía, así gran parte de su población viva actualmente en las
ciudades, una nación inculta, analfabeta, supersticiosa en el peor sentido de
la palabra y propenso a las barbaries que se han originado, desde el siglo XIX
hasta nuestro presente, en esos medios ganaderos, agropecuarios y eclesiásticos
y que se han instalado, finalmente, en las grandes urbes que crecen entre el
caos, la masificación y la corrupción generalizada. Todo esto no es culpa del
pueblo, aunque en algo él es responsable de ello. Los grandes responsables de
este desastre social en que vivimos son los gobernantes que hemos tenido. Lo
cual significa que somos nosotros quienes los hemos elegido y por lo tanto la
responsabilidad es un asunto que nos incumbe a todos. Las altas cifras de
violaciones a niñas y adolescentes, la presencia ignominiosa de los grupos
criminales armados conformados generalmente por jóvenes y presentes en ciertas
zonas rurales y urbanas de nuestro país, va de la mano de la poca lectura y de
la falta de educación que siempre nos ha definido. Se nos dice, no obstante, que
somos un país feliz. Acaso sea cierto, pero se trata de una felicidad precaria
y falaz. Si la literatura puede cambiar la íntima realidad de un lector, y
teniendo en cuenta que estos podrían ser muchos, es posible que la sociedad,
por la influencia de la lectura, sea transformada benignamente. Aquí, me
atrevería a creerlo, se enlazan, no sé si para el bien de ellos pero sí para el
sentido de estas reflexiones, todos los escritores que he citado. Suena un poco
utópico, y de promesas y sueños utópicos está poblada la literatura, pero la
práctica de la lectura y la escritura permitirían la construcción de un ámbito
menos injusto, más equitativo y más ético. Para este tipo de cosas, sin duda,
también sirve la literatura”.