(Esta crónica la publiqué en la edición 435 de Vivir la UNAB en circulación desde el lunes 1 de junio de 2015)
Takehiro Ohno
vino a Bucaramanga a lanzar el Programa de Gastronomía y Alta Cocina de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB), pero entre sushi y mute, entre paella y pepitoria y entre tempura y tamal, hizo una profunda reflexión sobre el sentido de la vida, expresó que “mi comida es mi
currículo”, afirmó que no basta con tener sino que hay que enseñar y confesó que
aún se asombra cuando alguien le llama chef, porque se siente un cocinero que
no terminará de aprender.
Llegó a tal
punto no solamente el profesionalismo, sino sus cualidades, espontaneidad y
franqueza como ser humano al que no se le ha subido la fama a la cabeza, que este
espigado japonés nacido hace 47 años en la isla de Hokkaido, tanto en la
exposición que realizó en la mañana del jueves 28 de mayo antes estudiantes y
profesionales, como en la charla- preparación que hizo en la noche ante un
centenar de comensales, sensibilizó sobre su duro trasegar, llevándolos a
derramar lágrimas con episodios como esos dos años en los que tuvo que
sobrevivir en San Sebastián, explorando la cocina vasca y rebuscándose unas
monedas a cambio de cantar en las calles, o su llegada como ilegal a Buenos
Aires (Argentina), donde por casi diez años preparó montañas de ensalada de lechuga, pero
siempre sin bajar la guardia, hasta convertirse en una figura en ese país y en
Latinoamérica gracias al programa que realiza en el canal de televisión El Gourmet.
El carismático
Ohno, a quien su abuela no lo dejaba arrimar por la cocina porque decía que era
para las mujeres y a quien algunos le echaron en cara que no tenía talento para este oficio,
compartió su experiencia desde cuando a los siete años de edad dijo que quería
ser cocinero o aquellos comienzos en los que dedicaba 16 horas diarias –de pie–
al lavado de copas y platos, a pesar de ser descendiente de los últimos samuráis
(guerreros), con lo que todo eso representa en el Lejano Oriente. O a desplumar
pavos durante un año, al sol y al agua, ante un paisaje melancólico de montañas
y ovejas en el que lo que le faltó fue cruzarse con Heidi, la protagonista del
clásico infantil llevado a los dibujos animados.
El destino lo
llevó a ser discípulo del chef Koji Fukaya –a su vez alumno del reputado Luis
Irizar–, dueño del único restaurante vasco que hay en Japón, quien le compartió
su filosofía y lo alentó a migrar al norte de España, donde luego se vinculó al
prestigioso restaurante Zuberoa, de Hilario Arbelaitz, que figura en la
renombrada Guía Michelin, sobresaliendo el cochinillo asado y el bacalao confitado, por
mencionar dos manjares.
“Todas las
adversidades y sufrimientos me han hecho fuerte”, dice Takehiro, en un fluido
castellano del que lo único que sabía en un comienzo era: “Hola, soy Ohno”.
Casado con una argentina y padre de dos hijos, este exjugador de rugby enseña
la fotografía en la que luce un uniforme blanco con un enorme pez azul, rememorando
la leyenda oriental de que esa frágil criatura algún día subirá por la cascada
y se convertirá en un indomable dragón.
Ohno no es un
tipo tosco o engreído, y eso lo demuestra cuando devora el paquete de
chicharrones carnudos que ve en mis manos o cuando habla de sus fracasos, de
sus tristezas, de la prometida que tuvo que dejar por anhelar un mejor futuro,
de su consigna de ir hacia adelante a buscar ‘el gran día’ –la oportunidad–,
“que está ahí al frente, pero que jamás vendrá a buscarnos”.
Con la misma humildad
que cuenta los secretos de cómo graba el programa de tv o que prepara las exquisitas costillitas adornadas
con un copo de guanábana –que hacen que hasta el rector Alberto Montoya Puyana se chupe los dedos–,
Ohno recomienda crecer despacio, sintiéndose agradecido y orgulloso de cada
lección. Cocinar, advierte, no es comprar un libro de recetas y ya, sino
sumergirse en una cultura infinita, preguntar por qué y para qué, trasnochar,
pasar hambre, dedicarse con el alma… para ver si algún día se alcanza el éxito.
No es un tipo
pretencioso que ponga condiciones, como esos don nadie que a veces vienen por estos parajes y exigen escoltas y
manjares como si se tratara de miembros de alguna realeza en decadencia. Hizo
mercado con los estudiantes de la UNAB en la plaza central de Bucaramanga,
probó la pepitoria y el sancocho, y aceptó mi invitación a comer no de esos
costosos platos que tan de moda están en esta ciudad, sino de una simple y a la
vez deliciosa arepa ocañera con queso costeño, aguacate y carne desmechada, más
su respectiva jarra de limonada de panela, para rematar con un diminuto helado
de leche con un pedazo de bocadillo en su interior.
“Es una ‘batalla’
que se hace con amor; porque nuestro cliente está esperando. ¡Nada más!”. Así
es como Ohno desmitifica la figura que algunos tienen del chef como un ser
superior que a la manera de Pablo Picasso o Claude Monet pinta grandes lienzos
sin untarse de óleos ni enfadarse con sus colaboradores ni tener que laborar
seis de los siete días de la semana. “Es chef quien aguanta más”, dice sin
aspaviento, subrayando que en su concepto ser gran cocinero es equivalente a
ser gran persona. De ahí que solamente cuando consideró que podía hablarle de
tú a tú a su maestro Fukaya, retornó al Japón para agradecerle lo que hizo por
él, rompiendo en llanto, como lo hizo nuevamente en el Auditorio ‘Jesús Alberto
Rey’, desencadenando sollozos en quienes testimoniaron que Takehiro explora,
repentiza, sonríe, canta, se divierte, se vuelve un niño travieso, recobra su
férrea conducta, valora a sus aprendices, firma autógrafos, accede a tomarse
fotos… y levanta vuelo para seguir creciendo. “Tengo que autoexigirme, tengo
que vencerme a mí mismo, cada plato es un espejo de mi vida”, señala.
Take significa
golpe fuerte, Hiro es ‘que conozca mundo’. Así lo bautizó su padre, un karateca
que llegó al máximo grado en esa disciplina. Takehiro es un samurái que llora,
y eso no le da pena. Es un ‘chef-camaleón’, como se autodefine al momento de
explicarme que
“dependiendo del concepto, yo cambio el color de Ohno”. Esto le ha permitido
adaptarse a trabajar con grandes restaurantes y asimilar sus estándares de
producción, a liderar 120 cocineros y 500 empleados como lo hace hoy con una
cadena de cafeterías bistró, a preparar esta degustación de ‘cocina de autor’
en la UNAB o ajustarse en algún momento de su vida a un puesto en el que no
puede elegir lo que quiere hacer, sino que debe cocinar lo que le ordenen sus
jefes o sus clientes.
Comer bien, en
su opinión, es “vivir como los monos”, y suelta una carcajada. Entonces
entrecruza las dos manos y dice que ese es el tamaño del estómago, de tal forma
que es la máxima cantidad de alimento que se puede ingerir en cada comida –la
mitad al menos en vitaminas y proteínas–. “Los monos bajan de la montaña y
comen a las seis de la mañana, doce del mediodía y seis de la tarde. Eso es lo
que debemos hacer y en esos horarios”, recomienda, soportado en sus
conocimientos de nutricionista.
El día que muera
de viejo –al lado del cuchillo de acero que cuida con tanto recelo y comiendo
el guiso de cordero que únicamente sabe preparar su maestro Fukaya–, este
guerrero sin sable decidió que sus cenizas reposen en este variopinto continente
que le ha dado demasiadas satisfacciones. Mientras tanto quiere ser cada vez
más latino, bailar salsa, aventurarse a preparar unos fríjoles con garra y
seguir enseñando como lo hizo en la UNAB. “Cocina es disciplina, honestidad y
no parar de estudiar, lo cual es más importante que la técnica y la receta
mismas. Eso no lo duden”, concluye.
¡Arigato gozaimasu! ¡Muchas gracias,
Takehiro! Su corazón se quedó en Bucaramanga. Ya usted verá cuándo regresa por
él.